Admiro aquellas personas que practican algún deporte, pero
admiro aún más a los que sin ser profesionales intentan participar en ello como un acto de
diversión, contacto grupal, salud, ejercicio, no lo sé. Siempre que veo esos
partidos improvisados puedo leer en sus gestos y en su empeño el goce que están
viviendo, la alegría de ganar, las ganas de revancha cuando se pierde, el
trabajo arduo de sus músculos en su máxima exigencia y sus tácticas de juego
hechas al afán. Se ven como gatos disfrutando de una pequeña pelota, corriendo
felices, saltando con magia, haciendo pases con destreza, atrapando y llevando
una y otra vez la pelota como si no hubiera nada más gratificante en el mundo.
En ese sentido yo soy como un gusano en frente de un balón.
Todo empieza en el primer año de bachillerato. Cuando entré
a sexto. A una edad de 10-11 años descubrí que la educación física no era la
clase de dos horas para jugar, que esos 5 años anteriores yo había estado practicando
mucho para ser sailor moon con mis amigas y llevando mis barbies a pasear con
el Ken por el colegio, pero eso no era lo que significaba esa horrible clase.
Recuerdo que lo primero que el profesor nos enseñó fue el
fútbol. Ese balón gigante al que había que darle con la cabeza, hacer 21 con
los pies, pegarle patadas mientras corría por una cancha enorme manteniendo el
control para luego disparar a un arco inmenso y hacer un gol. Luego el profesor asignaría una nota que haría
que pasara o no la materia.
Mi problema empezó en mi niñez y siguió hasta la adolescencia. Fui una niña flaquita y chiquita con problemas de bajo peso, que además de que no me gustaban los deportes, tampoco tenía ni las destrezas, ni la coordinación, ni nada para practicarlos. Así pues, cuando practicaba con el balón, el cabezazo me hacía llorar, las piernas nunca coordinaron los 21 golpecitos, y mucho menos el control de un balón mientras corría. Odié el fútbol.
Mi problema empezó en mi niñez y siguió hasta la adolescencia. Fui una niña flaquita y chiquita con problemas de bajo peso, que además de que no me gustaban los deportes, tampoco tenía ni las destrezas, ni la coordinación, ni nada para practicarlos. Así pues, cuando practicaba con el balón, el cabezazo me hacía llorar, las piernas nunca coordinaron los 21 golpecitos, y mucho menos el control de un balón mientras corría. Odié el fútbol.
Después de ese inicio vinieron los demás deportes y con
ellos nuevas formas de sufrimiento para mí. Chichones: porque el balón de
baloncesto caía en mi cabeza; balonazos en la cara, tronchada de dedos al
agarrar el balón, llorada después de la caída del balón de voleibol en mis
antebrazos, abertura de la mano al saque, dolor de cuello luego del “mosquito”,
moratones después del intento de la media luna, raspaduras mientras corría al
intentar devolver la pelota de tenis, golpes, pisones, codazos, raspaduras,
caídas, etc.
En verdad educación física era la peor forma de tortura para
mí. Esto empeoraba cuando llegaba el informe de notas a mis papás donde periodo tras periodo perdía
la materia. Ellos no entendían cómo era posible que yo perdiera por no poder
hacer una media luna, o responder la pelota en tenis, o hacer un gol de no sé
qué parte de la cancha. No había un remedio fácil para esta incapacidad y no
había forma en que lo superara sin andar llorando. Mi salvación fue Ana María, mi amiga del colegio que se hizo pasar por mi ante el profesor e hizo las
recuperaciones que de otra manera yo no habría logrado superar.
Creo que cuando salí del colegio la felicidad más grande fue
saber que ya nunca más me vería enfrentada a esos espacios deportivos y, que
siempre y cuando me mantuviera lejos de los balones estaría a salvo de los
accidentes y golpes. Así había sucedido hasta el 2013, ocho años después de
haber terminado con aquella tortura.
Este año, por mi trabajo he tenido que “integrarme” a estas
prácticas. Primero jugué micro fútbol y el balance fue: morados en las piernas,
hinchazón por los golpes en los tobillos y dolor, dolor por todo el ejercicio
que no he hecho en años. Después me volví a integrar en un partido de
baloncesto, en el que un jugador, sin querer, estrelló el balón contra mi cara,
haciéndome perder el equilibrio y dejándome con media cara hinchada. Pero lo
más irreal me ocurrió el día de ayer, en pleno juego de pingpong, para mí, un
deporte donde una lesión es algo poco posible. Mientras mis compañeros jugaban,
uno de ellos en el momento justo de responder alargó su brazo un poco más de lo usual pegándome con la raqueta en la cara, a mí, que estaba sentada lejos de la
mesa. Me rompieron la ceja.
Ahora que no soy escuálida, que no tengo la presión de una nota,
que voy al gimnasio y evito al máximo los golpes he llegado a la conclusión de que hay gente que no nace
para practicar ningún deporte, como yo que, dado mi historial, si llegara a
sentarme a jugar ajedrez podría resultar con una pierna fracturada.
Ceja rota, ojo morado