domingo, 29 de enero de 2017

Las raíces

Estuve pensando varios días como comenzar a conectar los hechos que me llevan a escribir este post. Sin lugar a duda, he atravesado varios episodios con personas y lugares diferentes que al momento de escribir dificulta el sentido que, tal vez, quiero darle. Haré el mejor intento.

Hace unos meses tuve que ir de viaje con mis estudiantes de grado quinto, celebrando su prom. Fuimos a un finca grande, de clima frío, que tenía mucho espacio, árboles y canchas para jugar. En medio de las actividades que debíamos dirigir, surgió una noche contar cuentos "de terror" para amenizar una fogata. Me causó gracia como las profesoras que estábamos allí, tratamos de asustar a los chicos con cuentos que son trillados ya. Una de ellas comentó una de esas historias que se cuentan en los pueblos, que solo conocen los campesinos, sobre algún demonio que se llevaba las gallinas y a veces, a los niños que se portaban mal. Fue la historia qué más impactó, porque los niños de ahora le temen al campo. Les aterra que la gente pueda andar mal vestida por ahí, que los niños además de estudiar tengan que ayudar en las fincas, que no tengan play station o que no puedan ir al centro comercial el fin de semana para comprar lo del mercado.

**

Cuando era pequeña el viaje al campo era tan frecuente, que poco a poco fue perdiendo la gracia que pudo causar a temprana edad. Mientras mis compañeros del salón iban a mitad y a fin de año a Cali, Medellín, Cartagena, etc., yo iba a Quipile con mis papás. Me hacían empacar la ropa más vieja para no dañar la nueva, a comer lo que preparaba la abuela en leña, a ensuciarme con mierda de vaca y matas que se pegan a las medias o a los pantalones cuando se camina por el monte y que luego toca arrancar con las manos porque la lavadora no las quita. Nunca sentí que mis compañeros se burlaran de mi cuando tenía que contar qué había hecho en mis vacaciones, pero a medida que fui creciendo, aprendí a sentir vergüenza de ir al campo, del nombre del pueblo, de mi familia; además me sentí menos por no tener esos papás que visitaban lugares "mágicos" y cálidos que todos ya conocían.

Mi vergüenza se hizo más evidente en la adolescencia, cuando tenía que reconocer que mis papás habían sido campesinos, que se expresaban mal y que a veces tenían malos modales, pues de alguna manera había aprendido a identificar que estaban mal, que era incorrecto. Me apenaba presentarlos a mis amigos, pero empeoraba cuando tenía que ver a mi abuela, mis tías y primos del campo, que vestían como suelen hacer los campesinos: sin compliques ni modas pendejas. 

Esa "mancha" me ha acompañado durante años. Ya grande, advertía a mis conocidos sobre mis familiares del campo cuando había la posibilidad en que se encontraran. Creo que aun no comprendo el por qué de mi actitud, tal vez lo asimilo a que la gente de la ciudad considera que se es más civilizado y culto cuanto más lejos de la tradición y las costumbres de campo se encuentre. Supongo que no quería que la gente pensara que yo también tengo de sangre de campesinos. 

La segunda película que me vi al comenzar el año fue "Into the wild". Primero pensé que era muy hippie mamerta, que el man era muy huevón. Después me fui identificando con ciertas cosas. Una de ellas, es que si no reconozco mis raíces y quién soy, entonces estoy negando parte de mi, de lo que soy y de mis capacidades y aprendizajes; en la medida en que me acepte también reconozco mis falencias y mis idioteces, como las que he mencionado, por ejemplo. Además, amé de la película "Happiness only real when share", eso dice mucho.

En diciembre y enero viajamos con mi papá y mi hermanastra al pueblo. Allí de nuevo tuve que recorrer viejos caminos de juegos y visitas, en los que me deslicé 3 veces. Los zapatos que había llevado no eran apropiados para andar por el monte como sabía hacerlo, había olvidado lo que debía llevar para disfrutar del monte. Entre los tres plantamos 5 árboles de plátano, unos de naranja y flores decorativas. Quitamos malezas, echamos machete al cafetal muerto y adoptamos un perro. Comimos sancochos y enteros todos los días. Escuchamos rancheras en las mañanas y en las noches vimos el festival del humor. Guardamos la comida en cajones para que no se metieran las hormigas, colgamos la carne, hervimos el agua. 

Son muchas cosas que tendrían que ser tonterías, que tendría que ser irrelevante nombrar, pero que cobraron significado en mi cuando pude compartir con mis amigos lo que había hecho. Pude notar que no me avergonzaba de nada, ni de tomarme fotos con mi tía campesina, bailar en las ferias con campesinos y ni reírme de las anécdotas de su día a día. Reconocer que ese también era mi lugar me llevó a subirme de nuevo en el árbol de naranjas y arrancarle la cáscara con las uñas, sucias, sin esmalte y comérmela y sentir que estaba deliciosa. Me llevó a escuchar a los demás y aprender de ellos. A no subestimar el trabajo y el saber del campo, a no temerle a lo que no podía explicar y a preguntar desde mi ignorancia. 

Creo que no soy muy diferente a hace unos meses.  Lo poco que  he aprendido es a aceptar quien soy, a querer lo que he sido, a no sentir pena por mi vida. Tal vez la diferencia está un poco en cómo veo las personas, en sentir que hacen parte de mi de alguna manera, que de todos tengo mucho que aprender.