domingo, 26 de noviembre de 2017

Carta al miedo

Hace muchos días no tengo miedo, uno real. Veía a mi papá, una deidad del miedo de mi niñez, sentado junto a mí, con sus manos manchadas por la edad, con menos pelo y una voz diferente y, de repente, recordaba el miedo que sentía cuando llegaba en las noches a la casa, el escalofrío que sentía con su presencia, con el sonido de sus pasos; su timbre de voz que me hacía temblar y sus miradas que lograban indisponer mi cabeza, haciéndome frágil. Me recordé huyendo de su encuentro.

Estaba ahí de frente junto a mí y parecía que esos recuerdos no eran reales. De alguna manera en la mente aquello que pasa por la vida se distorsiona, a tal punto que a veces dudo de algunos recuerdos y tengo que preguntar o cerciorarme con otros acontecimientos. Lo miraba y escuchaba contar todo lo que ha estado haciendo los últimos días mientras sentía que ya no le temo, ni a su voz, ni a sus reacciones. Pensaba que de alguna manera quise durante años alejarme de su recuerdo, huir a los parecidos que tenemos, odiar sus comportamientos y que ahí estaba al frente mío, tan indefenso y tan fugaz como cualquier otro.

Le conté los planes que tengo y poco a poco intentó destruirlos, como había hecho tantas veces antes. A medida que escuchaba sus palabras quería salir corriendo, quería encontrar unos brazos cómodos que me dijeran que todo era mentira y que pronto estaría bien, pero cuando más miedo tuve y estaba cerca de darle la razón, me vi en el reflejo de la ventana de donde estábamos. En él vi mi cara destrozándose y no fue extraña, ni me sentí mal por eso. De inmediato vinieron los recuerdos de la enfermedad que superé, de los trabajos que he tenido y lo que he logrado en ellos, de los ojos que me miran con credibilidad, de la confianza que han puesto en mí, de la fuerza con la que pude lograr lo que muchos dudaron y la firmeza de que puedo hacer aún más. Me di la vuelta y le vi a los ojos diciéndole que con él o sola iba a hacer lo que tenía planeado. 

Siento un nuevo miedo, uno que me llena de inquietud y de cierto vigor en que voy a hacer de nuevo lo que quiero y que saldrá bien. Que vendrá, como siempre, acompañado de un montón de retos que me van a sacar lágrimas, pero que lograré. Él lo vió, no supo qué era, ni qué pasaba por mi mente. Al final me dio un "porcentaje" de su apoyo, que aunque no lo necesito, lo siento como una victoria. 

El miedo es un ladrón de felicidad, uno que agota y devora calladamente las intenciones que hay en la cabeza y en el corazón. Me lo dije varias veces mientras escribía una parte del plan, para así no olvidar que esto que siento no es miedo, sino que tal vez se parezca más a la vitalidad. 

lunes, 6 de noviembre de 2017

Perro muerto

Vi un perro muerto en la calle, no tenía moscas aún y apenas su pelo mojado dejaba ver que probablemente había llovido antes de que muriera. No parece haber sido arrollado, pero por alguna razón siempre creemos que todo perro en la calle lo ha matado un carro, aunque bien pudiera haber muerto envenenado o de alguna enfermedad y luego echado a la calle para que algún camión lo recogiera.

No soy un perro muerto, aunque me guste pensar que lo he sido a veces. No me gusta el pelo mojado ni la apariencia de humedad en él, tampoco lo graso. Me gusta andar erguida aunque a menudo se me olvida y dejo salir una joroba que me acompaña desde la adolescencia, en la que me sentaba mal. Me gusta tener el pelo lindo y brillante, me gusta caminar en dos pies y mover los brazos largos con ritmo; me gusta la voz que ladra en mi, pero no tanto como para hacer mucho ruido. Por eso sé que no puedo ser un perro muerto.

No puedo decir tampoco que sea un perro, ni que me hayan encontrado en la calle. Todas las veces que se han despedido me he quedado en casa viendo la lluvia caer, porque es lindo que todo llueva mientras uno está en casa, porque si se estuviera bajo la lluvia es porque está enamorado. Me he sentado muchas veces a esperar cerca de la puerta, hasta que resignada vuelvo a divertirme con lo de siempre y se me olvida esperar. Así que no puedo ser un perro de la calle, ni me han matado o abandonado en ella. 

Tampoco es que sea otro animal, ahora que lo pienso. Los animales no se complican en pensar si tienen el pelo bonito o si están en la casa o fuera de ella, tampoco es que piensen si les ha tocado nacer perro, pulga o gato. Al gato le gusta salir solo para saber que puede regresar porque maullando hará que le abramos la puerta. A los pájaros les gusta comer, es lo que he aprendido viviendo con ellos, pues nada les preocupa, ni siquiera su libertad porque si salen pronto morirían de hambre, dicen.

Debe ser que no soy nada. O tal vez soy como todos. Me invento un montón de palabras esperando como perro en casa, como pájaro en jaula y como gato que se va y vuelve. Ojalá fuera ballena y nadara por el mar con algún propósito, me dejaría acompañar y luego me iría lejos a morir, pero no encallada, porque es como morir en la calle y como un perro.