martes, 7 de mayo de 2019

A mi tía Tulia siempre le causó curiosidad, y algo de extrañeza, saber qué es lo que leo y me la paso escribiendo cuando voy a la finca o estoy en mi casa encerrada. En enero fue la última vez que me vio leyendo, eran mis supuestas vacaciones y le causó curiosidad que mi libro tuviera dos perros en la portada; me preguntó qué leía y le conté lo que hasta entonces llevaba de Pedro Páramo.  

He escrito un post hace ya varios años sobre lo que fue reencontrarme con esa parte de mi vida: mi papá, mi abuela, ella y el campo. A mi durante mucho tiempo no me causó curiosidad saber de ella, quizá me recordaba la razón que tuve para quitarme el lunar de la cara que tenía mi abuela, ella y después yo, al lado de la nariz. El de ella era gigante  y me aterró pensar que me iba a crecer así y que tendría que vivir con él para siempre. También me costó pensar que no había nada de malo en que mi familia viniera del campo y que eso hiciera parte de mí, del pasado, del presente y seguramente, del futuro.

Tengo dos proyectos de esas cosas que para ella no valen mucho la pena porque no dan dinero y no sirven para sacarle un fruto tangible. Ambos relacionados con mucho de lo que ella dejó, con lo que fue mi abuela y con lo que le pude aprender mientras compartía (los pocos ratos) a su lado. Ya no podré decirle nada, ni explicarle cómo acabó Pedro Páramo, ni preguntarle cómo agarraba los mini escorpiones para echarlos al alcohol que quitaba el dolor de cabeza.

Mientras escribo esto, pienso en el final que tuvo su historia: una cirugía un par de meses atrás no se la llevó, aunque todos pensaron que sería su último día. Años de fumar peche, de comer mal y de bañarse de vez en cuando no fueron nada para que soportara otras semanas más. Hoy se levantó sola en una finca, como han sido al menos los últimos 15 años, para buscar una gallina que llevaba pérdida algunos días. Resulta que la encontró escondida empollando 14 huevos; llamó a mi primo para contárselo, dichosa de haber encontrado la gallina y de que tuviera CATORCE huevos. Al rato volvió a llamarlo para decir que se sentía mal, y ahí acabó todo. 

Me alegra que en su último día haya encontrado la gallina y que la perra de la finca no se haya comido los catorce huevos. Que haya podido caminar, llamar y decir todo con cordura. Vivió 80 años atendiendo a su familia, dando caldos y aromáticas a los invitados. Regalando muchas de las cosechas a los vecinos y con las manos más grandes y fuertes que he visto.