domingo, 30 de septiembre de 2012

Ñeradas

Imaginarme como profesora hasta hace unos meses evocaba una imagen prometedora. Me veía en un prestigioso colegio, siendo más o menos bien paga, enseñando a unos estudiantes aplicados, bonitos, que me adoraban y yo a ellos. Todo se veía fácil, hermoso y claro en mi mente de estudiante de licenciatura.
Cuando me llamaron para la entrevista en el “ITO” rechacé la oferta, no sólo porque el pago es mediocre, sino porque las instalaciones del lugar mostraban un colegio desordenado, de bajos recursos, y unos estudiantes que se paseaban por los corredores con toda clase de artículos desagradables, con un vocabulario y un modo de hablar grotesco. Era lo que consideraba como “ñeros” a primera vista. Salí de la oficina del coordinador afanada porque él se ocupaba justo en ese momento de una riña de barristas entre los mismos estudiantes y decidí que no aceptaría “ni de fundas” ese trabajo.

Pasé una hoja de vida a otro colegio de Funza, de buen nombre en el pueblo, con unas instalaciones bonitas, parque adentro, salones en casita, chinos bonitos y un pago prometedor; sin embargo, cuando estaba a una semana de empezar me dijeron que habían conseguido a otra persona, no  por teléfono, sino luego de mi intensa visita para recibir el pensum de las clases que iba a dar.

Luego de semanas sin trabajo me volvieron a llamar del “ITO”. Querían que hiciera un reemplazo de la profesora de inglés por una semana o dos. Estaba tan desocupada que dije que sí, por no quedarme un día más en la casa. Así pues, llegué un lunes en que me recibieron con la noticia de que sería la directora de curso de noveno por esas semanas. Luego de que el coordinador me presentara con el salón, estaba ahí, sola, sin ninguna experiencia previa, sin Piaget, sin Freire, sin ninguno filósofo, pedagogo, o si quiera una clase de la universidad, que me dijera qué era lo más indicado para hacer en ese momento. Me costaba mantenerme de pie en frente de tantas miradas que detallaban todo de mí; mi estatura, mi ropa, mi cara, mi voz, todo. Mientras me presentaba y escuchaba el nombre de cada uno. Ellos seguían siendo ñeros de 13-15 años, a los que tendría que acompañar esas semanas, y de los que según mi mamá debía cuidarme de robos y amenazas.

Todo fue empeorando en mi cabeza cuando al finalizar la semana había conocido a todos los demás cursos. Estaban los de sexto, tan inquietos y tan precoces; los de séptimo, con esos chicos que han repetido tantas veces, esos que juegan a darse “puñaladas” con los esferos; los de octavo que olían tan mal luego del descanso; los de décimo que parecían cansados, que fumaban a la salida del colegio, que andaban pendiente del equipo de fútbol, de la radio y sus canciones de reggaetón en horas de clase, y finalmente los de undécimo que miden 1,80 mts y que no toman en serio casi nada porque ya se sienten fuera del colegio. 
Ese mundo era nuevo y extraño para mí, estaba perdida entre la realidad que me había negado a conocer por fantasear con otros lugares que ni siquiera había visto antes.

Pasaron las dos semanas y la profesora de inglés no volvió. Para entonces había cambiado todo, pasaba los descansos rodeada de chicos de diferentes cursos escuchando sus aventuras, escuchando sus problemas, escuchando lo que pensaban de la niña de aquel curso, del niño de los ojos claros, de los ñeros que eran algunos, de lo gomelos que eran otros. Escuchaba atenta lo que decían, y poco a poco fuimos abriéndonos y comenzamos a compartir nuestras vidas.

Unos habían ingresado al ITO porque los habían echado de otros colegios, otros porque sus papás no podían pagar mejores instituciones, otros porque desde la fundación del colegio estaban ahí, porque se los había recomendado alguien o porque les quedaba cerca de la casa.  Otros como yo, ni sabían a ciencia cierta cómo y por qué habían llegado. Algunos me contaban de sus amores, de sus tusas, de quiénes eran sus mejores amigos, de cuáles eran sus gustos; y así, en menos de lo que imaginé, me había involucrado tanto, que el estereotipo que traía de años atrás fue derrumbándose, permitiéndome ver lo especiales que eran cada uno, lo maravilloso que era compartir y aprender de ellos, lo emocionante que era entender que todos eran diferentes a mí y yo a ellos, y que esto era hermoso, porque así ambos aprendíamos no sólo inglés, sino de la vida misma.

Han pasado casi 7 meses, desde entonces me he convertido en la líder de mi curso, no sólo por ser la profesora, sino porque ellos me han puesto en ese lugar. En las direcciones de curso tomamos unos minutos para mirar en qué vamos, qué ha pasado con algunos profesores, qué necesitamos, qué vamos a planear para los eventos del colegio, y algunos se acercan para contarme que están tristes, que están enamorados, etc.

Creo que he llegado a quererlos demasiado, que me preocupo en exceso por sus problemas y que celebro como adolescente cada triunfo. Me siento como enamorada, disfrutando cada momento a su lado y compartiendo todo lo que sé con ellos, no sólo en la materia que les dicto, sino en los consejos que creo que puedo darles y el cariño que les doy y con el que a veces no cuentan.

Se va acabando el año, y debo estar en su graduación. Se me rompe un poco el corazón al saber que posiblemente después de este año no los veré más, y que cuando menos piense muchos de sus nombres los habré olvidado, que vendrán otros chicos, que vendrán otros lugares nuevos, que todo va cambiar para nosotros. Que éste,  más que un curso y unos pelaos cansones que dirijo, son 27 mundos distintos que me han enseñado con cada cosa, más de lo que algún día llegué a pensar. 


(Estuvimos preparando baile para la celebración del Día del Reciclaje. Este fue nuestro último ensayo)


Y la presentación....


domingo, 23 de septiembre de 2012

Deserciones



En una de las últimas reuniones estuvimos hablando de los casos de los chicos “especiales” del colegio. Preguntaron por Michael Rojas, el grandulón de sexto que no volvió desde julio y por Jean Paul de noveno.

Michael había perdido dos veces sexto y le habían puesto una matrícula especial para este año. Lo recuerdo de entre tantos chicos porque hace unos meses, luego de unas pocas clases que vio conmigo, se acercó un día diciéndome que le caía mejor que la otra profesora de inglés porque era más flaca y más joven. Me cayó en gracia que me lo dijera así y que posteriormente lo escuchara en los pasillos quejándose de que era mala profesora por no recibirle las tareas fuera del tiempo establecido, a pesar de haber sido “bueno” conmigo.  Sin embargo, cuando dejó de asistir el salón se sentía diferente. Al parecer los chicos indisciplinados y groseros se hacen extrañar más que los juiciosos cuando no están. Al principio sus compañeros se mostraban alegres de que no hubiera vuelto y hacían chistes sobre lo que estaría haciendo, pero ninguno sabía a ciencia cierta porque un día decidió no regresar.

Por su parte Jean Paul es un chico bastante tímido. El mejor estudiante de noveno, con sueños de ser ingeniero de aeronáutica, de mecánica o de electrónica. Es mayor que los demás del salón, alto, moreno y delgado. Tiene pegado aún el acento de la costa, posiblemente de Barranquilla, por lo que los demás decidieron apodarlo como “el costeño”.

A Jean Paul lo veía todos los días porque era su directora de curso, lo molestaba por las llegadas tarde y ciertas inasistencias que se venían haciendo frecuentes desde antes de las vacaciones de mitad de año. Hace 3 semanas dimos aviso a los estudiantes que iban perdiendo materias durante el tercer periodo, y cuando le dije a él que iba perdiendo casi todo por sus inasistencias y llegadas tarde se achantó y salió del salón taciturno, sin palabra para nadie; de hecho porque nunca llegó a estrechar lazos con alguno de sus compañeros. Todos lo miraban con prevención porque Jean Paul usualmente llevaba el uniforme sucio, porque duró dos meses sin la camisa del uniforme porque no tenía para comprarla y porque tiene cicatrices en la cara que se había hecho luego de una caída sobre unas botellas cuando era niño. Por mi parte lo molestaba diciendo que era “mi mano derecha” del salón y que mi corazón se entristecía cada día que dejaba de asistir. En medio de todo era verdad.


Al día siguiente del informe de las materias que podría perder lo busqué y le pregunté qué pasaba, que tal vez yo podría hablar con los profesores para que le recibieran trabajos, pero que me dijera que le pasaba. Me mostró sus manos, llenas de heridas de astillas de madera, un poco sucias, como su uniforme. Me dijo que había estado trabajando en una carpintería para ayudar en su casa, porque su hermana está enferma, no tiene papá y su mamá gana muy poco en el trabajo. Esa fue la última vez que fue al colegio.

Hace un par de días me encontré con Michael, está  trabajando como ayudante del bus que conduce su papá. Me invitó el pasaje y me dijo que se sentía más cómodo trabajando con su papá que en ese colegio donde no le enseñaban nada que le sirviera para la vida, donde sólo perdía el tiempo. 
Todo el trayecto pensé en Jean Paul, en cómo me gustaría encontrarlo y decirle que volviera, que ahí está su puesto, la lista de asistencia y yo, esperando por él.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Desesperación

Desde el regreso de vacaciones de mitad de año, cada martes y viernes se han convertido en los días en que con mayor facilidad logro desesperarme. Hasta el 7 de septiembre.

Conocí a Johan unos meses atrás, alrededor de mayo, cuando sin querer resulté siendo su profesora. Empecé en el colegio como reemplazo de una maestra que no me entregó programa, que abandonó todo y lo dejó en las manos de quien no había tenido antes un contacto con jóvenes. Una "niña más" que estaba apenas cursando la mitad de su carrera y que no sabía lidiar ni con ella misma. 


Al principio se sentaba en el último puesto de la segunda fila. Se mostraba atento a las explicaciones, y a pesar de no estar seguro de cómo desarrollar las actividades y tardar más que los demás, lo lograba. Sin embargo, al regreso de vacaciones, todo ha venido cambiando. Pasó a ser el primero en la fila, no atendió más a mis explicaciones, ni a juegos, ni a las actividades. Me molestó de sobremanera verlo en esa actitud, sobre todo porque por más que intenté hablarle una y otra vez, de persuadirlo por varios medios, él me evadió y así poco a poco llegó a ser el motivo de mi "desesperación" de cada semana. 

Una tarde vino su mamá a dejarle las llaves de la casa. Le dijo que tenía que salir y no iba a estar cuando el regresara del colegio, que se fuera de la mano de la señora Tal, mamá de uno de sus compañeros y que calentara el almuerzo que le había dejado en el horno. No establecimos un contacto si quiera visual con ella, todo fue rápido y luego de haber interrumpido la clase, se fue con afán mientras cargaba su hijo menor en los brazos.

El viernes llegué a las 8 al salón de segundo, como siempre. Los niños me recibieron con abrazos y empezamos a construir la clase. Johan iba de puesto en puesto diciendo cosas a sus compañeros hasta que le interrumpí para pedirle que se sentara. Se acerco a mi y me dijo "¿Quieres saber por qué tengo la voz ronca?". Respondí que era obvio que tenía gripa, que se sentara y se pusiera a hacer la actividad como sus compañeros. Pero él me interrumpió para decirme "es que ayer me mandaron una nota en la agenda, y mi mamá me dejó a dormir en el patio. Amanecí "afónico" de tanto gritarle para que me abriera, pero es que no es la primera vez, antes me dejó hasta la media noche, pero ayer no me abrió". Luego se sentó  y su mirada, como ha sido estos dos meses, se fue tras algún punto fijo del tablero, uno quizá más amigable que cualquiera de los trazos míos.

Quise llorar no sólo porque me conmovía su historia. No sólo porque por fin entendía que mis clases no eran tan importantes para él como para mí, que nunca llenarán ese vacío ni harán algo por los sentimientos que pueda tener. Que quizá el problema no es ser como es, de tener la vida que tiene, sino que yo, parada en frente de un tablero me quedo corta de posibilidades, me quedo al frente viendo todo sin saber qué hacer. Me arrepiento de los juicios y prejuicios y a las 9:45  salgo para ir a cuarto. Quizá Angie, la niña que va perdiendo inglés porque no hace tareas ni ejercicios en clase, decida contarle a alguien qué pasa, por qué lleva días sin hablar. Ojalá y yo escuche y pueda hacer algo más que explicar los Possessive pronouns.

Bailarina


No existe alguien que me crea que me gané un concurso de joropo. Cuando le recordé a mi tía mayor que lo había ganado se burló de mi diciendo que era apenas obvio teniendo de parejo a su hijo mayor, instructor de baile. Y sí.



Recuerdo que cuando era muy pequeña pasábamos las navidades con mis tíos bailando “very very well” y que había aprendido de mi mamá como bajar las caderas haciendo zigzag con los pies mientras sonaba el acordeón de la canción. Mi tío Jaime me subía sobre sus pies y bailábamos “to like baby, to like baby, to like woman, to like woman” hasta que mis tías lo reclamaban al sonido de la siguiente pieza. Después de eso pasaron muchos años en que jamás me sentí cómoda bailando.

Cuando estaba en el colegio era el hazmerreír de las fiestas. Todos movían casi sincrónicamente los pies, sonreían y daban vueltas mientras sus caderas parecían desprenderse de los cuerpos; mientras sentada yo entendía que más que bailar, me estaban mostrando que no sólo no tenía esa carnecita arriba de las piernas, sino que además era tan rígida que no podía imitarles. Algunos intentaron enseñarme, pero desistían a mi falta de memorización de pasos. Hubo profesores que creyeron en mi e intentaron que bailara puya, mapalé y cumbia, para luego tener que pedirme que por favor ayudara con la decoración de los eventos.

Mi primer novio me dio algunas clases en su casa. Escuchábamos “el mambo de Lupita” hasta que me hacía llorar de impotencia. Pasábamos por otras más lentas, merengue, vallenato, un osito dormilón, quiero que seas mi estrella, etc., sintonizábamos la radio y escuchábamos otras canciones peores para terminar dándonos besos y rompiendo en otras curiosidades. Nunca me enseñó a bailar.

Pasaron otros años más. Mis amigos de la universidad me motivaban a regañadientes y mi novio de entonces me emborrachaba para que por lo menos pudiéramos culpar al trago de mis torpezas. Pero cuando terminamos le tomé aversión al baile porque si, porque también había que echarle la culpa a alguien de eso.

El baile aun huye de mi, pero yo ya no de él. Nuestra relación no es reciproca y ya no importa. La última vez que bailé sostenía el cuerpo de alguien y me di cuenta que aparentemente si sé algo, aunque no mucho. Entendí que todo este tiempo me avergonzaba porque no sabía hacerlo, pero cuando dejó de importar saber o no para tratar de enseñarle a alguien más encontré que todo estaba en disfrutarlo, que no importa si tengo caderas o no, si lo sé restregar o si me sé alguna coreografía trama-tontos. Lo que importa es divertirse, y me divierto. Muevo los pies aun en desorden a pesar de recordar a cada uno de los que han intentado enseñarme con el “mira: un pie adelante, luego lo mandas atrás, luego con el otro haces lo mismo, mientras tanto mueve las caderas y trata de no mover los hombros”. Los recuerdo y les agradezco, pero ahora, aunque no hay fiestas de navidad donde me pongan sobre los pies de mi tío, yo sigo pensando en disfrutar cada canción very very well. 

Desubicada


Normalmente me río porque puedo perderme dándole la vuelta a la manzana de mi casa. En realidad lo hago porque reconozco que soy medio lenteja para ubicarme, que no podría coger una brújula y llegar a algún lado, o simplemente no entiendo cuando alguien me dice “nos vemos por la caracas de norte a sur por la calzada del oriente”. Eso para mi es el horror, pero como es algo irremediable no me queda más que aceptar entre risa y llanto que soy muy tarada para ubicarme.

Desde pequeña fui así de lenta. El primer día de primaria me perdí del salón. Cuando cuento esta historia siempre me excuso diciendo que habían 5 cursos de primero, pero la verdad es que soy consciente que es algo que no funciona muy bien en mi cabeza, quizá desde antes de ese acontecimiento. Ese día, luego de estar en las primeras horas de clase con otros niños la profesora Edna nos sacó del salón para ir a tomar el descanso. El colegio me parecía enorme, todos los salones eran casitas y todas eran iguales. Di una vuelta pero me dio miedo pasar por las canchas y me asustaban los niños de otros cursos, así que caminé por el patio central, me senté en el piso y me comí las onces. Cuando sonó el timbre de entrada vi que todos corrían a sus salones, pero ahí estaba yo, sin saber a dónde tenía que regresar.

Una profesora de otro curso me vio ahí sentada y me preguntó de qué salón era. Ahí surgió el segundo problema que me acompaña: soy dispersa y se me olvidan las cosas con facilidad. Sabía que era de primero, pero no sabía si era del A, B, C, D o E. La profesora no lo podía creer, me preguntaba y yo absorta entre las filas de mis pensamientos buscando cuál era la letra indicada no sabía qué responderle. La veía preocupada y yo me angustiaba también, pero me fue imposible saber la letra, finalmente, por descarte dije que era de Primero F.  La profesora se preocupó, me tomó de la mano y me llevó con ella. Llegamos a un primero, me sentaron en un puesto y empezó la clase de matemáticas. Al momento de llamar a lista, no estaba mi nombre, claro, no era de ese primero. La profesora me tomó de la mano y me llevó a otro salón. Otra profesora buscó en su lista, pero tampoco aparecía, así hasta que finalmente volví al E, a la hora de salida. Los niños me miraban con recelo, seguramente uno que otro se compadecía de mi idiotez y se burlaban en secreto de mi poco/nulo sentido de la ubicación.

La profesora Edna por su parte me abrazó, porque ni siquiera se había dado cuenta de que me había perdido la mitad de la jornada. Luego, me preguntó: ¿de qué ruta eres? Todo conspiraba en mi contra. ¿De qué ruta era?  ¿Qué carajos era una “ruta”? ¿Ruta? ¿Camino? Eso ya era demasiado. A mi nadie me había dicho que existía una “ruta” y menos que tenía que aprenderme cuál era. Una vez por más improvisé y atiné a decir “de la de siempre”. Esta profesora también se preocupó. Abrió mi maleta y sacó mi cuaderno, no había nada de ruta, sólo un el número de teléfono de la casa que mi papá hábilmente había escrito “en caso de emergencia llamar a”. Pero como era de esperarse nadie contestó el teléfono.

“Mira, las rutas vienen en números 1, 2, 3, 4, 5… hasta la 18. ¿Cuál es la tuya? ¿Dónde vives?”. Más tortura. Yo no sabía dónde vivía, y mi número favorito siempre ha sido el 7. ¡Siete! Pues bueno, hice fila en el letrero de la ruta 7. Afortunadamente mi profesora no se rindió, llamó a mi papá y él llegó justo a tiempo para salvarme de coger el bus que iba a Fontibón.

“Verá señor, su hija se perdió después del descanso, no supo de qué salón era, tampoco sabe de qué ruta es ni dónde vive. A pesar de que la pasamos por todos los salones de primero ella nunca advirtió que no era su salón. Le recomendamos que hable con ella, que le haga un en cartulina un aviso mientras sale el carné. Un aviso pequeñito que diga su nombre, su salón, su ruta, el número de teléfono de su casa, y si ve que necesita algo más póngalo”. Mi papá me hizo el tour por el colegio ese mismo día, y luego el cartón más grande de la clase, con letra mayúscula sostenida y negrilla. Además me dijo que lo mejor para no perderse era no alejarse mucho del lugar a donde debía volver y que mientras lograba entender la ubicación de los salones era mejor que tomara mis onces sentada frente a la puerta del salón. Así pues, aprendí a no perderme dentro del colegio tomando las onces durante meses sentada frente al salón de 1E.  

Carta para Ana


Últimamente te estoy pensando más de lo normal. Justo ahora me estaba acordando del día ese en que hicimos un pacto jurando ser amigas por siempre. Me acuerdo que no había problema porque somos A+ y siempre es bueno compartir el mismo RH en esos casos. ¿Teníamos unos 11 ó 12 años? Eso prácticamente no importa, porque han pasado más de 10 años en que de una u otra forma hemos cumplido con la promesa.

De los momentos más chéveres están esos en los que te hacías pasar por mí para que no quedara toda la vida habilitando Educación Física. Quizá jamás habría pasado si no hubiera sido por tu ayuda y por las veces en que me empujabas mientras corríamos y sufría. Esos días en que nos inventamos el alfabeto de las manos para poder hablar todo el tiempo sin que nos regañaran los profesores, para poder hacer copia en los exámenes, y claro, para rajar de los demás estando ellos presente.  ¿Te acuerdas cuántas veces nos cambiaron de puesto por eso? ¿Te acuerdas cuando nuestras mamás intentaron separarnos y sucumbieron una y otra vez por nuestras pataletas?

Te envidiaba porque tenías una familia bonita, algo que yo jamás tuve. También eras más fuerte que yo, jugabas todo supremamente bien y no eras tan tarada como yo para las cosas. Sin embargo, nunca dejé de considerarte como una hermana (la que hubiera querido tener) y esas cosas nunca llegaron a ser un tropiezo en la amistad, de hecho creo que lo supiste desde siempre y eso jamás nos importó, ni dañó nada.

Ahora estás más cerca que nunca de convertirte en Doctora. Ahora no usas “merey” para las heridas, y atiendes partos y esas cosas que me hacen estremecer del susto. Era tu sueño desde pequeña, y aunque hay otros que nos propusimos a manera de juego que tal vez nunca se cumplirán, quiero que sepas que me siento orgullosa de ti, de tu esfuerzo, de todas esas dificultades que has tenido que sortear para llegar a la meta. Sé que serás de las mejores y que si algún día algún ser me llena de hijos los pondré a tu cuidado, y junto con Julio, Caro y Alejo serán como tíos.

La carta está cursi. Creo que han pasado al menos 7 años desde la última que te hice. No me acuerdo. La escribo porque desde la distancia y a través de los años te llevo en el corazón y a donde quiera que vayas seguiremos siendo amigas, ya no por pacto de niñas, si no porque el tiempo nos ha demostrado que  somos amigas de todo corazón.

Pirrys


Me gusta cuando lo veo asomar por la ventana y arrojar las llaves para que entre. Pirrys es siempre quién está ahí para saludar.Bate la cola y me muerde un poco los dedos saltando y alegrándose que haya llegado; abre y cierra el hocico emitiendo unos gritos cortos y bostezando como si tuviera hambre. Subo hasta el segundo piso escoltada por el mayordomo de la casa hasta que me entrega en las manos de su amo.

 Mi papá siempre ha pensado que una de las mejores maneras de demostrar afecto es con la comida. Entonces, cuando llego para almorzar tiene lista la mesa hasta rebosar y un jugo que inventó mezclando vegetal y fruta, no porque sepa que no me gusta, si no porque es la manera en que me hace saber que necesito vitaminas y que está incursionando en esos revueltos que me harán bien tarde que temprano. Luego de servir nuestro almuerzo va hasta el plato de Pirrys y le pone su purina con unos pedazos de carne y de pan, porque puede que el perro se canse de comer siempre lo mismo. Todos comemos al tiempo, en silencio. Cuando voy en la mitad le digo a mi papá que como siempre me ha servido mucho, que no puedo comer más, que me voy a reventar y me agarro la barriga como cuando era pequeña y le señalo que estoy satisfecha. Él se sonríe y me dice que no estoy comiendo bien, que por eso fue que no crecí y fui alta como mis hermanos. Ambos nos miramos sin decir nada y recordamos cada vez que mi abuela nos servía el almuerzo: a mitad del plato, sacaba la barriga y le decía que me iba a reventar; nos envolvíamos en complicidad y les dábamos a los perros lo que no nos gustaba. Así quédabamos todos contentos, sobre todo mi abuela. Entonces me dice que Pirrys tal vez quiera esa papa que no me comí, que se devora todo y siempre tiene hambre a pesar de estar lleno. Efectivamente el perro se come todo, lo sé desde el primer día pero no se lo digo a mi papá.

Nos sentamos en la sala sin tinto, porque se lo prohibieron los médicos. Hablamos de lo que ha pasado en la semana, de lo que ha leído, de cómo sus amigos son ignorantes y brutos y de cómo ha mejorado su salud. Me dan ganas de decirle que conozco muchos brutos que él podría regañar, o que estoy leyendo 1Q84 de Murakami, pero después de tantos años no me resulta fácil contarle las cosas. Afortunadamente, una vez empieza él a contar sus cuentos no hay cómo detenerlo. Pirrys de vez en cuando nos mira, bosteza como si tuviera hambre y cierra los ojos. Al cabo de un tiempo empieza a recontar la historia en desorden. Primero lo que le causó gracia, luego lo que le sacó la piedra, luego lo que dijo la tía no sé qué, y vuelve a lo que le da gracia y así. En esos recovecos me pongo a pensar en cómo le voy a explicar el domingo que no sé cocinar, cómo le digo que no sé pelar papas, que posiblemente se me queme algo y que los jugos no se me dan. Cómo le explicaría también que no puedo asociar las fechas esas que me va contando del por qué odia al político amigo suyo que ahora regala comida en barrios por ahí, o que no me acuerdo de qué tía es la que habla, que sólo recuerdo a dos y que ambas me parecen tan cansonas que no podría ponerles mucha atención. A veces me dan ganas de llevar una grabadora y así googlear después esos acontecimientos a ver si algún día le sigo el hilo.

Miro el reloj y seguimos ahí. Me uno de nuevo al cuento porque ha mencionado un regalo para mi y trae de la cocina la lonchera que me ha alistado para que vaya a la universidad. Me quedo pensando en qué voy a hacer el domingo, y aparece Pirrys batiendo la cola esperando que le comparta de mis onces. “Ese perro es un excelente regalo papá” “Me lo regaló la tía Fulana, hermana de mi mamá”.

Irrecuperables

Han pasado varios años desde la ultima vez que lo vi. La última fue la peor, pero la anterior a esa a un la guardo entre mis historias de momentos graciosos. Era su cumpleaños como en octubre del 2008, supongo. Estábamos con Carolina en un antro de mala muerte donde la cerveza era barata y acostumbrábamos emborracharnos los viernes. Llegaron sus amigos y en una tarde nos embriagamos con porquerías mientras bailábamos tropipop y la "vecinita tiene antojo", porque éramos más jóvenes y nos gustaba llamar mucho la atención.

Recuerdo pararme y decir que lo amaba a todo grito mientras sus amigos se reían de mi borrachera y de pronto agarrarlo a besos como siempre lo hacíamos mientras bailábamos los tres, con Carolina. Ella sentía celos de mi "conexión" infantil que tenía con Felipe, o al menos eso parecía cada vez que nos reuníamos y dejaba a un lado su homosexualidad para decir que dejaría todo por mi, y yo por él, aunque ambos dijéramos mentiras. Aun lo veo ahí, parado bailando, botando pluma, tratando de hacerme ver que era importante nuestra amistad, que era querida por muchas personas y que no era la fea que estaba acostumbrada a ver frente al espejo y de la que me quejaba todos los días en ese entonces. Esta es una de esas historias vanas de adolescentes.

Luego de eso dejé la Universidad. Empecé a trabajar y en mis chats tenía los reproches de él por mi abandono,y por mi brutalidad de dejar de estudiar y dejar muchas de mis comodidades por los problemas que él jamás entendió; porque más nunca saqué el tiempo para verlo ni siquiera bailar. Nunca volvimos a llorar y a quejarnos como amigas, ni a darnos abrazos ni a dormir arrunchados, ni a hacer nada más que quejarnos de nuestra vida; de su vida como el gay que aun no le confesaba a su familia y de mis tristezas amorosas constantes. 

Supe que tuvo novios mientras tanto, porque Felipe cambiaba de novio cada semana. Él supo que yo estaba aburrida de vivir trabajando, que empezaba a odiar lo que me rodeaba y así nuestra amistad se volvió virtual hasta el último de sus días. 
Una noche, a punto de irme del trabajo para mi casa él me saludó y me dijo que estaba mal, que había discutido con su abuela, que le había contado a su mamá que era homosexual, que nadie lo quería, que Carolina lo había dejado solo porque estaba embarazada, que no le veía sentido a su viaje anhelado a Argentina, que estaba cansado de ser pobre y estaba cansado de parecer inteligente cuando era apenas una "estrella porno" que filmaba vídeos en Modelia para venderse y vivir la vida que sus pretendientes "gomelos" vivían. A pesar de que intenté calmarlo y hacerle ver otra cosa me despedí rápido y esperé a que sus maluqueras depresivas se le pasaran al otro día.

Cuando llegué al otro día a mi trabajo estaba ahí el mensaje de desconectado donde me decía que me quería, que era bella, que nunca me olvidaría y que era su mejor amiga. Después de un rato sonó mi celular y me avisaban que se había suicidado esa noche.

No sé que día pasó esto porque preferí eliminar eso de mi memoria, no sé ni siquiera en que año fue ni en que mes, no sé porque me acuerdo hoy de él. Supongo que hoy para mi es un día en que quiero mandar todo al carajo, en que recuerdo como he fracasado y en que me gustaría poder llamarlo y decirle y escuchar su voz al menos para reírme, para sentir que sigo diciendo y quejándome de bobadas que tienen solución. Quizá porque aun no crezco lo suficiente para no detenerme a mirar un poco hacia atrás y pensar que pude haber tomado algún consejo y haber actuado de forma diferente. Quisiera hoy, poder al menos tenerlo de forma virtual.

Herencia


Pensaba en el primer recuerdo: lo veía cruzar la esquina de barrotes de colores. Tenía puesto —como al menos 3 veces a la semana — su chaqueta de jean, sus pantalones de sudadera noventera de resorte en el tobillo (con la que seguramente había ido a clase de educación física) y los zapatos que habría encontrado debajo de alguna cama. Entonces entraba junto con otros padres que recogían a sus niños. Tomaba mi maleta y lonchera y, como todos los días, se alistaba junto al tronco que era como una vaca para subirme en sus hombros y así jugar al “caballito” unas 20 cuadras hasta llegar a la casa. 

Pero no. Ese no es el primer recuerdo. Fue aquella vez cuando lo vi pelear con las almohadas haciendo sonidos de guerra con la boca “schiiiiinnnnn pummmm racatacatacatacataca pfiiiiiuuuuuu kabooom”. Lo veía desde la puerta de su habitación y al darse cuenta que estaba ahí se había sonrojado y echado a reír para luego ser yo su blanco y disparar unas cuantas cosquillas en mi contra. Después de mis gritos y risas resultamos jugando al “avión”, donde yo era el avión. Desde entonces lo buscaba para que me alzara por toda la casa alternando entre ser un avión y Superman y una que otra vez pegar giros mortales mientras me sostenía de la barriga. 
Esa pudo ser la misma noche en que mi mamá le pegó por haberse gastado la plata de un viaje al que no había asistido. Fue también, la primera vez en que vi una juetera, y había sentido el miedo y la frustración de no poder ayudar a mi hermano, sentía un inmenso dolor (no recuerdo si lloré) al ver que le habían pegado tan sólo por estar cuidando de la guerra de almohadas a su hermana.

Después de esos recuerdos hay muchos más que se repiten, que son comunes: él haciendo los deliciosos espaguetis para el almuerzo, él jugando al avión con la comida (el nombre era común para muchos juegos, incluyendo los que de verdad eran con aviones) para que yo comiera; él saliendo de la ducha acosado por mis pellizcos; él evitando que mi papá me pegara; él aconsejándome para dejar de llorar cuando por primera vez me hicieron daño; él cuando tenía cólicos; él cuando me enfermaba y me acolitaba todos mis caprichos; él mi primera salida a cine. Él que me ha visto crecer y me ha tendido la mano como ha podido para ayudar a levantarme en mis multiformes caídas.

La memoria de mis tías y de mi mamá completan un poco el cuadro que puedo hacerme de mi niñez con mi hermano. Dicen que antes de nacer él me llamaba La Pepita de Orión y que luego se asustó al ver lo negra y arrugada que había nacido; que mi primer palabra fue el apodo que le tenían en la familia a él; que me sentaba en sus clases privadas de Inglés para imitar lo que él decía, que más de una vez le hice la vida a cuadritos porque siempre daba quejas por todo y era muy chillona; que rayaba sus libros, que copiaba sus gustos musicales y que hasta fútbol jugaba por imitarlo. 

Después de pensar en que su deber como hermano mayor era cuidar de mí y de mi mamá, ser lo que llaman “el varón de la casa” y tener un temperamento diferente a su nobleza y su tranquilidad para el bienestar de los demás tuve que verlo hace unas semanas en el hospital por una complicación en su salud. Creo que ha sido de los impactos más fuertes que he tenido. Cuando lo miraba imaginaba a un héroe (el mío) que ha caído luego de pelear una fuerte batalla. Como a Goku cuando había peleado contra Picoro y parecía morirse en una camilla antes de que le llevaran las semillas del ermitaño, sólo que mi sayayin no podía ni siquiera abrir sus ojos y dentro de su inconsciencia dejaba caer lágrimas del dolor que no se cesarían tan fácilmente. 
Pensé durante algunas noches que él jamás me había defraudado cuando lo había necesitado, cuando había sentido que estaba en peligro, cuando me había enfermado, cuando me había encerrado en depresiones, y que ahora, que era él quién por primera vez se encontraba realmente indefenso yo no tenía ningún poder, no tenía absolutamente nada por hacer mas que sentarme, ser fuerte, crecer, cuidar de mi mamá y confiar en que todo saliera bien. 

Escribo esto porque no soy buena con las batallas de cosquillas a hombres de 1.80 mts- gorilones; porque no podré jamás cargarlo en hombros, porque no hay alguien de quién pueda defenderlo, porque prepara mejor las pastas que yo; porque no tengo una mejor forma de decirle cuanto lo quiero. Quizá jamás me había percatado del amor de mi hermano, quién probablemente no acostumbra a decir “te quieros” con frecuencia. 
Así son los hermanos mayores: a pesar de que uno se pelea, se pega, se odia un rato y luego le da quejas a la mamá, la verdad es que quizá él sea mi única herencia y yo por mi parte probablemente seré la de él.

Corazón de animal

Desde que tengo memoria siempre he vivido acompañada de animales y he conocido unas cuantas bestias. A la familia siempre le ha gustado tener mascotas, y mi mamá es una enamoradiza y enamoradora de todo tipo de animales: ha tenido canarios, loros, perros (de todo tamaño), y ahora tenemos tres gatos.

La idea de tener uno nació en el 2009 luego de ver a mi mejor amiga con su gato Magnus, yo quería tener el mío y me regalaron un angora blanco de cumpleaños. Luego de descubrir, a sus seis meses de edad, que no era gata, lo llamamos Dito.


Él es un gato de mediana estatura, estilizado, limpio y hermoso; tiene muy mal carácter y es engreído, por eso lo llamo "el príncipe" (la cursilería del amor). Recuerdo que el día que llegó cabía perfectamente en mi mano, yo lo acostaba en mi cama y lo metía debajo de las cobijas para que no sintiera frío. Todas las noches llegaba del trabajo y le servía su comida y esperaba hasta que él no quisiera más, nos poníamos a jugar y luego a dormir,fuimos muy unidos y aun le veo los ojos brillar cuando me mira: yo sé que mi gato me ama.. Él es un gato que ama jugar con los niños y con los perros, es un gato vanidoso, bien cuidado y sobreprotector.

Cuando Dito tenía un año conocí a Martín: un cruce de un angora con algún callejero, y es gris.


Estaba en una veterinaria a sus tres meses esperando a ser adoptado, pero la gente no lo quería porque se veía muy juguetón y destrozaba los muebles donde lo tenían, pero yo me enamoré de su locura y lo traje a mi casa. A su llegada rompió todas las porcelanas de mi mamá, descompletó la vajilla, dañó los muebles y dominó a Dito. Cuando cumplió sus ocho meses empezó a salir de la casa y recorrer el barrio y Dito pronto le siguió los pasos. Cazó un par de pájaros que desmembró en la sala y, a veces, inspeccionaba las casas vecinas, por eso tuvimos que cerrar la terraza con malla y duplicar la ración de comida. Martín es todo lo contrario a "su hermano mayor", él es desordenado con la arena, mastica de manera tal que desparrama los granos de purina por los lados del hocico, su olor es fuerte, es gordo y más grande que Dito.
Al contrario de mi primer hijo Martín prácticamente fue criado por Dito, y entonces recibió el apodo de "el bebé" porque es en extremo consentido, no sólo por nosotros sino por el mismo Dito, es un gato amoroso, dócil, obediente, juguetón, destrozón, cochino, odia los perros, los niños y las visitas. Martín sin duda, dominó esta casa.


Este año, hacia comienzos de febrero resulté quedándome con Ramona, una gata que originalmente era un regalo para alguien más, pero que desafortunadamente no la pudo tener.




A ella la adoptamos en uno de esos centros donde recogen animales de la calle, su historia es que fue recogida en un parque abandonada por la mamá que posiblemente había muerto. Ramona debe tener unos 5 meses, y aun cuando le da sueño chupa las cobijas o cualquier cosa que encuentre como si fuera una teta conocida solamente por ella hasta quedar profundamente dormida. A veces tiene pesadillas y grita, además le tiene miedo a los truenos y a los perros. Fue difícil adaptarla con los otros dos gatos: Martín enfermó una semana y Dito la ignoraba totalmente, a mi familia no le gustaba la idea de tener tres gatos, estaba demasiado flaca, era muy llorona y no parecía adaptarse a la casa, ella creo que ha sido "la niña" que más ha sufrido en su cortica vida.
Ramona en un mes ha logrado conquistar no sólo a sus "dos hermanos mayores" sino a mi mamá y a mi hermano que dudaban tanto en aceptarla. Ella es una gatica destrozona, cochina, tierna, dulce, gritona, panzona y es "la pecosa" de la casa. Le dicen así porque parece una niña de 5 años pelirroja y pecosa (por las manchas) hiperactiva y mandona, porque ella manda a sus hermanos y logra persuadir a todos para que hagamos lo que ella desea.
Hoy quise contar esto porque presumo de mis "hijos" con orgullo, sin lugar a duda mis gatos me brindan a mi una felicidad y me llenan de una manera que nadie más puede. Cada uno es un carácter diferente, un mundo aparte y una historia singular.

A usted no tiene que gustarle mi historia cursi, ni mis gatos, ni los animales, yo eso lo respeto; pero no puedo evitar luego de encontrar este post http://www.adoptabogota.com/2011/05/lily.html preguntarme qué clase de familia habrá dejado una "niña" en la calle generándole no sé cuantos traumas, porque yo sí creo que los animales también se traumatizan, me pregunto quién habrá sido capaz de dejarla por sorda, por "peliona y malgeniada", qué clase de Bestia puede tratar con tal desprecio a un animal que no pidió vivir con él, que su única falta quizá sea no poder escoger con quién es llevado. Esto me recuerda a los temas de aborto y los hijos no deseados, para mi mis gatos son mis hijos, para otros serán sus perros, sus canarios, sus hamsters, etc., y no pensaría en dejarlos en la calle porque un día no escuchen, porque uno es malgeniado y el otro es cochino. No sé si usted me entienda, pero si ha sido de esas personas que piensa en los niños del mundo que no han sido deseados, piense también en las mascotas que adquieren o regalan, si usted no está en la capacidad de cuidarlo y pensar en tenerlo muchos años hasta que envejezca y se ponga tonto, sordo y feo, mejor no los compre, por más que uno quiera ellos no solamente son un lujo o un regalo que palpita y hace males: con un poco de tiempo mientras luchan por dominar o adaptarse al territorio simplemente ya están en la vida de uno y dejan de ser animalitos, o niños, y se convierten en parte importante de la familia. Por eso cuando le abra las puertas de su casa a un animalito dejese de prejuicios: ellos cuando llegan al hogar son como niños, por eso trátelos como tales.