Imaginarme como profesora hasta hace unos meses evocaba una
imagen prometedora. Me veía en un prestigioso colegio, siendo más o menos bien
paga, enseñando a unos estudiantes aplicados, bonitos, que me adoraban y yo a
ellos. Todo se veía fácil, hermoso y claro en mi mente de estudiante de
licenciatura.
Cuando me llamaron para la entrevista en el “ITO” rechacé la
oferta, no sólo porque el pago es mediocre, sino porque las instalaciones del
lugar mostraban un colegio desordenado, de bajos recursos, y unos estudiantes
que se paseaban por los corredores con toda clase de artículos desagradables,
con un vocabulario y un modo de hablar grotesco. Era lo que consideraba como
“ñeros” a primera vista. Salí de la oficina del coordinador afanada porque él
se ocupaba justo en ese momento de una riña de barristas entre los mismos
estudiantes y decidí que no aceptaría “ni de fundas” ese trabajo.
Pasé una hoja de vida a otro colegio de Funza, de buen
nombre en el pueblo, con unas instalaciones bonitas, parque adentro, salones en
casita, chinos bonitos y un pago prometedor; sin embargo, cuando estaba a una
semana de empezar me dijeron que habían conseguido a otra persona, no por teléfono, sino luego de mi intensa visita
para recibir el pensum de las clases que iba a dar.
Luego de semanas sin trabajo me volvieron a llamar del
“ITO”. Querían que hiciera un reemplazo de la profesora de inglés por una
semana o dos. Estaba tan desocupada que dije que sí, por no quedarme un día más
en la casa. Así pues, llegué un lunes en que me recibieron con la noticia de
que sería la directora de curso de noveno por esas semanas. Luego de que el
coordinador me presentara con el salón, estaba ahí, sola, sin ninguna
experiencia previa, sin Piaget, sin Freire, sin ninguno filósofo, pedagogo, o
si quiera una clase de la universidad, que me dijera qué era lo más indicado
para hacer en ese momento. Me costaba mantenerme de pie en frente de tantas miradas
que detallaban todo de mí; mi estatura, mi ropa, mi cara, mi voz, todo.
Mientras me presentaba y escuchaba el nombre de cada uno. Ellos seguían siendo
ñeros de 13-15 años, a los que tendría que acompañar esas semanas, y de los que
según mi mamá debía cuidarme de robos y amenazas.
Todo fue empeorando en mi cabeza cuando al finalizar la
semana había conocido a todos los demás cursos. Estaban los de sexto, tan
inquietos y tan precoces; los de séptimo, con esos chicos que han repetido
tantas veces, esos que juegan a darse “puñaladas” con los esferos; los de octavo
que olían tan mal luego del descanso; los de décimo que parecían cansados, que
fumaban a la salida del colegio, que andaban pendiente del equipo de fútbol, de
la radio y sus canciones de reggaetón en horas de clase, y finalmente los de
undécimo que miden 1,80 mts y que no toman en serio casi nada porque ya se
sienten fuera del colegio.
Ese mundo era nuevo y extraño para mí, estaba
perdida entre la realidad que me había negado a conocer por fantasear con otros
lugares que ni siquiera había visto antes.
Pasaron las dos semanas y la profesora de inglés no volvió.
Para entonces había cambiado todo, pasaba los descansos rodeada de chicos de
diferentes cursos escuchando sus aventuras, escuchando sus problemas,
escuchando lo que pensaban de la niña de aquel curso, del niño de los ojos
claros, de los ñeros que eran algunos, de lo gomelos que eran otros. Escuchaba
atenta lo que decían, y poco a poco fuimos abriéndonos y comenzamos a compartir
nuestras vidas.
Unos habían ingresado al ITO porque los habían echado de
otros colegios, otros porque sus papás no podían pagar mejores instituciones,
otros porque desde la fundación del colegio estaban ahí, porque se los había
recomendado alguien o porque les quedaba cerca de la casa. Otros como yo, ni sabían a ciencia cierta
cómo y por qué habían llegado. Algunos me contaban de sus amores, de sus tusas,
de quiénes eran sus mejores amigos, de cuáles eran sus gustos; y así, en menos
de lo que imaginé, me había involucrado tanto, que el estereotipo que traía de
años atrás fue derrumbándose, permitiéndome ver lo especiales que eran cada
uno, lo maravilloso que era compartir y aprender de ellos, lo emocionante que
era entender que todos eran diferentes a mí y yo a ellos, y que esto era
hermoso, porque así ambos aprendíamos no sólo inglés, sino de la vida misma.
Han pasado casi 7 meses, desde entonces me he convertido en
la líder de mi curso, no sólo por ser la profesora, sino porque ellos me han
puesto en ese lugar. En las direcciones de curso tomamos unos minutos para
mirar en qué vamos, qué ha pasado con algunos profesores, qué necesitamos, qué
vamos a planear para los eventos del colegio, y algunos se acercan para
contarme que están tristes, que están enamorados, etc.
Creo que he llegado a quererlos demasiado, que me preocupo
en exceso por sus problemas y que celebro como adolescente cada triunfo. Me
siento como enamorada, disfrutando cada momento a su lado y compartiendo todo
lo que sé con ellos, no sólo en la materia que les dicto, sino en los consejos
que creo que puedo darles y el cariño que les doy y con el que a veces no
cuentan.
Se va acabando el año, y debo estar en su graduación. Se me
rompe un poco el corazón al saber que posiblemente después de este año no los
veré más, y que cuando menos piense muchos de sus nombres los habré olvidado,
que vendrán otros chicos, que vendrán otros lugares nuevos, que todo va cambiar
para nosotros. Que éste, más que un
curso y unos pelaos cansones que dirijo, son 27 mundos distintos que me han
enseñado con cada cosa, más de lo que algún día llegué a pensar.
(Estuvimos preparando baile para la celebración del Día del Reciclaje. Este fue nuestro último ensayo)
Y la presentación....
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