domingo, 30 de septiembre de 2012

Ñeradas

Imaginarme como profesora hasta hace unos meses evocaba una imagen prometedora. Me veía en un prestigioso colegio, siendo más o menos bien paga, enseñando a unos estudiantes aplicados, bonitos, que me adoraban y yo a ellos. Todo se veía fácil, hermoso y claro en mi mente de estudiante de licenciatura.
Cuando me llamaron para la entrevista en el “ITO” rechacé la oferta, no sólo porque el pago es mediocre, sino porque las instalaciones del lugar mostraban un colegio desordenado, de bajos recursos, y unos estudiantes que se paseaban por los corredores con toda clase de artículos desagradables, con un vocabulario y un modo de hablar grotesco. Era lo que consideraba como “ñeros” a primera vista. Salí de la oficina del coordinador afanada porque él se ocupaba justo en ese momento de una riña de barristas entre los mismos estudiantes y decidí que no aceptaría “ni de fundas” ese trabajo.

Pasé una hoja de vida a otro colegio de Funza, de buen nombre en el pueblo, con unas instalaciones bonitas, parque adentro, salones en casita, chinos bonitos y un pago prometedor; sin embargo, cuando estaba a una semana de empezar me dijeron que habían conseguido a otra persona, no  por teléfono, sino luego de mi intensa visita para recibir el pensum de las clases que iba a dar.

Luego de semanas sin trabajo me volvieron a llamar del “ITO”. Querían que hiciera un reemplazo de la profesora de inglés por una semana o dos. Estaba tan desocupada que dije que sí, por no quedarme un día más en la casa. Así pues, llegué un lunes en que me recibieron con la noticia de que sería la directora de curso de noveno por esas semanas. Luego de que el coordinador me presentara con el salón, estaba ahí, sola, sin ninguna experiencia previa, sin Piaget, sin Freire, sin ninguno filósofo, pedagogo, o si quiera una clase de la universidad, que me dijera qué era lo más indicado para hacer en ese momento. Me costaba mantenerme de pie en frente de tantas miradas que detallaban todo de mí; mi estatura, mi ropa, mi cara, mi voz, todo. Mientras me presentaba y escuchaba el nombre de cada uno. Ellos seguían siendo ñeros de 13-15 años, a los que tendría que acompañar esas semanas, y de los que según mi mamá debía cuidarme de robos y amenazas.

Todo fue empeorando en mi cabeza cuando al finalizar la semana había conocido a todos los demás cursos. Estaban los de sexto, tan inquietos y tan precoces; los de séptimo, con esos chicos que han repetido tantas veces, esos que juegan a darse “puñaladas” con los esferos; los de octavo que olían tan mal luego del descanso; los de décimo que parecían cansados, que fumaban a la salida del colegio, que andaban pendiente del equipo de fútbol, de la radio y sus canciones de reggaetón en horas de clase, y finalmente los de undécimo que miden 1,80 mts y que no toman en serio casi nada porque ya se sienten fuera del colegio. 
Ese mundo era nuevo y extraño para mí, estaba perdida entre la realidad que me había negado a conocer por fantasear con otros lugares que ni siquiera había visto antes.

Pasaron las dos semanas y la profesora de inglés no volvió. Para entonces había cambiado todo, pasaba los descansos rodeada de chicos de diferentes cursos escuchando sus aventuras, escuchando sus problemas, escuchando lo que pensaban de la niña de aquel curso, del niño de los ojos claros, de los ñeros que eran algunos, de lo gomelos que eran otros. Escuchaba atenta lo que decían, y poco a poco fuimos abriéndonos y comenzamos a compartir nuestras vidas.

Unos habían ingresado al ITO porque los habían echado de otros colegios, otros porque sus papás no podían pagar mejores instituciones, otros porque desde la fundación del colegio estaban ahí, porque se los había recomendado alguien o porque les quedaba cerca de la casa.  Otros como yo, ni sabían a ciencia cierta cómo y por qué habían llegado. Algunos me contaban de sus amores, de sus tusas, de quiénes eran sus mejores amigos, de cuáles eran sus gustos; y así, en menos de lo que imaginé, me había involucrado tanto, que el estereotipo que traía de años atrás fue derrumbándose, permitiéndome ver lo especiales que eran cada uno, lo maravilloso que era compartir y aprender de ellos, lo emocionante que era entender que todos eran diferentes a mí y yo a ellos, y que esto era hermoso, porque así ambos aprendíamos no sólo inglés, sino de la vida misma.

Han pasado casi 7 meses, desde entonces me he convertido en la líder de mi curso, no sólo por ser la profesora, sino porque ellos me han puesto en ese lugar. En las direcciones de curso tomamos unos minutos para mirar en qué vamos, qué ha pasado con algunos profesores, qué necesitamos, qué vamos a planear para los eventos del colegio, y algunos se acercan para contarme que están tristes, que están enamorados, etc.

Creo que he llegado a quererlos demasiado, que me preocupo en exceso por sus problemas y que celebro como adolescente cada triunfo. Me siento como enamorada, disfrutando cada momento a su lado y compartiendo todo lo que sé con ellos, no sólo en la materia que les dicto, sino en los consejos que creo que puedo darles y el cariño que les doy y con el que a veces no cuentan.

Se va acabando el año, y debo estar en su graduación. Se me rompe un poco el corazón al saber que posiblemente después de este año no los veré más, y que cuando menos piense muchos de sus nombres los habré olvidado, que vendrán otros chicos, que vendrán otros lugares nuevos, que todo va cambiar para nosotros. Que éste,  más que un curso y unos pelaos cansones que dirijo, son 27 mundos distintos que me han enseñado con cada cosa, más de lo que algún día llegué a pensar. 


(Estuvimos preparando baile para la celebración del Día del Reciclaje. Este fue nuestro último ensayo)


Y la presentación....


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