En una de las últimas reuniones estuvimos hablando de los
casos de los chicos “especiales” del colegio. Preguntaron por Michael Rojas, el
grandulón de sexto que no volvió desde julio y por Jean Paul de noveno.
Michael había perdido dos veces sexto y le habían puesto una
matrícula especial para este año. Lo recuerdo de entre tantos chicos porque hace
unos meses, luego de unas pocas clases que vio conmigo, se acercó un día diciéndome
que le caía mejor que la otra profesora de inglés porque era más flaca y más
joven. Me cayó en gracia que me lo dijera así y que posteriormente lo escuchara
en los pasillos quejándose de que era mala profesora por no recibirle las
tareas fuera del tiempo establecido, a pesar de haber sido “bueno” conmigo. Sin embargo, cuando dejó de asistir el salón se
sentía diferente. Al parecer los chicos indisciplinados y groseros se hacen
extrañar más que los juiciosos cuando no están. Al principio sus compañeros se mostraban
alegres de que no hubiera vuelto y hacían chistes sobre lo que estaría
haciendo, pero ninguno sabía a ciencia cierta porque un día decidió no
regresar.
Por su parte Jean Paul es un chico bastante tímido. El mejor
estudiante de noveno, con sueños de ser ingeniero de aeronáutica, de mecánica o
de electrónica. Es mayor que los demás del salón, alto, moreno y delgado. Tiene
pegado aún el acento de la costa, posiblemente de Barranquilla, por lo que los
demás decidieron apodarlo como “el costeño”.
A Jean Paul lo veía todos los días porque era su directora
de curso, lo molestaba por las llegadas tarde y ciertas inasistencias que se
venían haciendo frecuentes desde antes de las vacaciones de mitad de año. Hace
3 semanas dimos aviso a los estudiantes que iban perdiendo materias durante el
tercer periodo, y cuando le dije a él que iba perdiendo casi todo por sus
inasistencias y llegadas tarde se achantó y salió del salón taciturno, sin
palabra para nadie; de hecho porque nunca llegó a estrechar lazos con alguno de
sus compañeros. Todos lo miraban con prevención porque Jean Paul usualmente
llevaba el uniforme sucio, porque duró dos meses sin la camisa del uniforme
porque no tenía para comprarla y porque tiene cicatrices en la cara que se
había hecho luego de una caída sobre unas botellas cuando era niño. Por mi
parte lo molestaba diciendo que era “mi mano derecha” del salón y que mi
corazón se entristecía cada día que dejaba de asistir. En medio de todo era
verdad.
Al día siguiente del informe de las materias que podría
perder lo busqué y le pregunté qué pasaba, que tal vez yo podría hablar con los
profesores para que le recibieran trabajos, pero que me dijera que le pasaba.
Me mostró sus manos, llenas de heridas de astillas de madera, un poco sucias,
como su uniforme. Me dijo que había estado trabajando en una carpintería para
ayudar en su casa, porque su hermana está enferma, no tiene papá y su mamá gana
muy poco en el trabajo. Esa fue la última vez que fue al colegio.
Hace un par de días me encontré con Michael, está trabajando como ayudante del bus que conduce
su papá. Me invitó el pasaje y me dijo que se sentía más cómodo trabajando con
su papá que en ese colegio donde no le enseñaban nada que le sirviera para la
vida, donde sólo perdía el tiempo.
Todo el trayecto pensé en Jean Paul, en cómo
me gustaría encontrarlo y decirle que volviera, que ahí está su puesto, la lista de asistencia y yo, esperando por él.
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