sábado, 8 de septiembre de 2012

Desesperación

Desde el regreso de vacaciones de mitad de año, cada martes y viernes se han convertido en los días en que con mayor facilidad logro desesperarme. Hasta el 7 de septiembre.

Conocí a Johan unos meses atrás, alrededor de mayo, cuando sin querer resulté siendo su profesora. Empecé en el colegio como reemplazo de una maestra que no me entregó programa, que abandonó todo y lo dejó en las manos de quien no había tenido antes un contacto con jóvenes. Una "niña más" que estaba apenas cursando la mitad de su carrera y que no sabía lidiar ni con ella misma. 


Al principio se sentaba en el último puesto de la segunda fila. Se mostraba atento a las explicaciones, y a pesar de no estar seguro de cómo desarrollar las actividades y tardar más que los demás, lo lograba. Sin embargo, al regreso de vacaciones, todo ha venido cambiando. Pasó a ser el primero en la fila, no atendió más a mis explicaciones, ni a juegos, ni a las actividades. Me molestó de sobremanera verlo en esa actitud, sobre todo porque por más que intenté hablarle una y otra vez, de persuadirlo por varios medios, él me evadió y así poco a poco llegó a ser el motivo de mi "desesperación" de cada semana. 

Una tarde vino su mamá a dejarle las llaves de la casa. Le dijo que tenía que salir y no iba a estar cuando el regresara del colegio, que se fuera de la mano de la señora Tal, mamá de uno de sus compañeros y que calentara el almuerzo que le había dejado en el horno. No establecimos un contacto si quiera visual con ella, todo fue rápido y luego de haber interrumpido la clase, se fue con afán mientras cargaba su hijo menor en los brazos.

El viernes llegué a las 8 al salón de segundo, como siempre. Los niños me recibieron con abrazos y empezamos a construir la clase. Johan iba de puesto en puesto diciendo cosas a sus compañeros hasta que le interrumpí para pedirle que se sentara. Se acerco a mi y me dijo "¿Quieres saber por qué tengo la voz ronca?". Respondí que era obvio que tenía gripa, que se sentara y se pusiera a hacer la actividad como sus compañeros. Pero él me interrumpió para decirme "es que ayer me mandaron una nota en la agenda, y mi mamá me dejó a dormir en el patio. Amanecí "afónico" de tanto gritarle para que me abriera, pero es que no es la primera vez, antes me dejó hasta la media noche, pero ayer no me abrió". Luego se sentó  y su mirada, como ha sido estos dos meses, se fue tras algún punto fijo del tablero, uno quizá más amigable que cualquiera de los trazos míos.

Quise llorar no sólo porque me conmovía su historia. No sólo porque por fin entendía que mis clases no eran tan importantes para él como para mí, que nunca llenarán ese vacío ni harán algo por los sentimientos que pueda tener. Que quizá el problema no es ser como es, de tener la vida que tiene, sino que yo, parada en frente de un tablero me quedo corta de posibilidades, me quedo al frente viendo todo sin saber qué hacer. Me arrepiento de los juicios y prejuicios y a las 9:45  salgo para ir a cuarto. Quizá Angie, la niña que va perdiendo inglés porque no hace tareas ni ejercicios en clase, decida contarle a alguien qué pasa, por qué lleva días sin hablar. Ojalá y yo escuche y pueda hacer algo más que explicar los Possessive pronouns.

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