sábado, 8 de septiembre de 2012

Bailarina


No existe alguien que me crea que me gané un concurso de joropo. Cuando le recordé a mi tía mayor que lo había ganado se burló de mi diciendo que era apenas obvio teniendo de parejo a su hijo mayor, instructor de baile. Y sí.



Recuerdo que cuando era muy pequeña pasábamos las navidades con mis tíos bailando “very very well” y que había aprendido de mi mamá como bajar las caderas haciendo zigzag con los pies mientras sonaba el acordeón de la canción. Mi tío Jaime me subía sobre sus pies y bailábamos “to like baby, to like baby, to like woman, to like woman” hasta que mis tías lo reclamaban al sonido de la siguiente pieza. Después de eso pasaron muchos años en que jamás me sentí cómoda bailando.

Cuando estaba en el colegio era el hazmerreír de las fiestas. Todos movían casi sincrónicamente los pies, sonreían y daban vueltas mientras sus caderas parecían desprenderse de los cuerpos; mientras sentada yo entendía que más que bailar, me estaban mostrando que no sólo no tenía esa carnecita arriba de las piernas, sino que además era tan rígida que no podía imitarles. Algunos intentaron enseñarme, pero desistían a mi falta de memorización de pasos. Hubo profesores que creyeron en mi e intentaron que bailara puya, mapalé y cumbia, para luego tener que pedirme que por favor ayudara con la decoración de los eventos.

Mi primer novio me dio algunas clases en su casa. Escuchábamos “el mambo de Lupita” hasta que me hacía llorar de impotencia. Pasábamos por otras más lentas, merengue, vallenato, un osito dormilón, quiero que seas mi estrella, etc., sintonizábamos la radio y escuchábamos otras canciones peores para terminar dándonos besos y rompiendo en otras curiosidades. Nunca me enseñó a bailar.

Pasaron otros años más. Mis amigos de la universidad me motivaban a regañadientes y mi novio de entonces me emborrachaba para que por lo menos pudiéramos culpar al trago de mis torpezas. Pero cuando terminamos le tomé aversión al baile porque si, porque también había que echarle la culpa a alguien de eso.

El baile aun huye de mi, pero yo ya no de él. Nuestra relación no es reciproca y ya no importa. La última vez que bailé sostenía el cuerpo de alguien y me di cuenta que aparentemente si sé algo, aunque no mucho. Entendí que todo este tiempo me avergonzaba porque no sabía hacerlo, pero cuando dejó de importar saber o no para tratar de enseñarle a alguien más encontré que todo estaba en disfrutarlo, que no importa si tengo caderas o no, si lo sé restregar o si me sé alguna coreografía trama-tontos. Lo que importa es divertirse, y me divierto. Muevo los pies aun en desorden a pesar de recordar a cada uno de los que han intentado enseñarme con el “mira: un pie adelante, luego lo mandas atrás, luego con el otro haces lo mismo, mientras tanto mueve las caderas y trata de no mover los hombros”. Los recuerdo y les agradezco, pero ahora, aunque no hay fiestas de navidad donde me pongan sobre los pies de mi tío, yo sigo pensando en disfrutar cada canción very very well. 

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