sábado, 8 de septiembre de 2012

Desubicada


Normalmente me río porque puedo perderme dándole la vuelta a la manzana de mi casa. En realidad lo hago porque reconozco que soy medio lenteja para ubicarme, que no podría coger una brújula y llegar a algún lado, o simplemente no entiendo cuando alguien me dice “nos vemos por la caracas de norte a sur por la calzada del oriente”. Eso para mi es el horror, pero como es algo irremediable no me queda más que aceptar entre risa y llanto que soy muy tarada para ubicarme.

Desde pequeña fui así de lenta. El primer día de primaria me perdí del salón. Cuando cuento esta historia siempre me excuso diciendo que habían 5 cursos de primero, pero la verdad es que soy consciente que es algo que no funciona muy bien en mi cabeza, quizá desde antes de ese acontecimiento. Ese día, luego de estar en las primeras horas de clase con otros niños la profesora Edna nos sacó del salón para ir a tomar el descanso. El colegio me parecía enorme, todos los salones eran casitas y todas eran iguales. Di una vuelta pero me dio miedo pasar por las canchas y me asustaban los niños de otros cursos, así que caminé por el patio central, me senté en el piso y me comí las onces. Cuando sonó el timbre de entrada vi que todos corrían a sus salones, pero ahí estaba yo, sin saber a dónde tenía que regresar.

Una profesora de otro curso me vio ahí sentada y me preguntó de qué salón era. Ahí surgió el segundo problema que me acompaña: soy dispersa y se me olvidan las cosas con facilidad. Sabía que era de primero, pero no sabía si era del A, B, C, D o E. La profesora no lo podía creer, me preguntaba y yo absorta entre las filas de mis pensamientos buscando cuál era la letra indicada no sabía qué responderle. La veía preocupada y yo me angustiaba también, pero me fue imposible saber la letra, finalmente, por descarte dije que era de Primero F.  La profesora se preocupó, me tomó de la mano y me llevó con ella. Llegamos a un primero, me sentaron en un puesto y empezó la clase de matemáticas. Al momento de llamar a lista, no estaba mi nombre, claro, no era de ese primero. La profesora me tomó de la mano y me llevó a otro salón. Otra profesora buscó en su lista, pero tampoco aparecía, así hasta que finalmente volví al E, a la hora de salida. Los niños me miraban con recelo, seguramente uno que otro se compadecía de mi idiotez y se burlaban en secreto de mi poco/nulo sentido de la ubicación.

La profesora Edna por su parte me abrazó, porque ni siquiera se había dado cuenta de que me había perdido la mitad de la jornada. Luego, me preguntó: ¿de qué ruta eres? Todo conspiraba en mi contra. ¿De qué ruta era?  ¿Qué carajos era una “ruta”? ¿Ruta? ¿Camino? Eso ya era demasiado. A mi nadie me había dicho que existía una “ruta” y menos que tenía que aprenderme cuál era. Una vez por más improvisé y atiné a decir “de la de siempre”. Esta profesora también se preocupó. Abrió mi maleta y sacó mi cuaderno, no había nada de ruta, sólo un el número de teléfono de la casa que mi papá hábilmente había escrito “en caso de emergencia llamar a”. Pero como era de esperarse nadie contestó el teléfono.

“Mira, las rutas vienen en números 1, 2, 3, 4, 5… hasta la 18. ¿Cuál es la tuya? ¿Dónde vives?”. Más tortura. Yo no sabía dónde vivía, y mi número favorito siempre ha sido el 7. ¡Siete! Pues bueno, hice fila en el letrero de la ruta 7. Afortunadamente mi profesora no se rindió, llamó a mi papá y él llegó justo a tiempo para salvarme de coger el bus que iba a Fontibón.

“Verá señor, su hija se perdió después del descanso, no supo de qué salón era, tampoco sabe de qué ruta es ni dónde vive. A pesar de que la pasamos por todos los salones de primero ella nunca advirtió que no era su salón. Le recomendamos que hable con ella, que le haga un en cartulina un aviso mientras sale el carné. Un aviso pequeñito que diga su nombre, su salón, su ruta, el número de teléfono de su casa, y si ve que necesita algo más póngalo”. Mi papá me hizo el tour por el colegio ese mismo día, y luego el cartón más grande de la clase, con letra mayúscula sostenida y negrilla. Además me dijo que lo mejor para no perderse era no alejarse mucho del lugar a donde debía volver y que mientras lograba entender la ubicación de los salones era mejor que tomara mis onces sentada frente a la puerta del salón. Así pues, aprendí a no perderme dentro del colegio tomando las onces durante meses sentada frente al salón de 1E.  

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