domingo, 22 de octubre de 2017

Bitácora de viaje en moto

Mi primer viaje en moto fue corto. Empezó un sábado lluvioso a eso de las 9 de la noche sin problema, porque mi primo y yo sabíamos que iba a ser corto.

Empezamos saliendo de Mosquera. Yo abrazada a su espalda, cubierta por varias chaquetas y unos jeans. El parecía incomodarse por sentir mis nervios, pero de cualquier forma me aferré fuerte desde el primer instante para no sentir que podría caerme. Ninguno de los dos llevábamos guantes y los cascos eran prestados. Verificamos tener botas y meter todas las cosas en el cajón auxiliar que traen las motos.

Media hora después de andar por la vía que conduce a la Mesa dejé de sentir el frío en las manos; me aterraba pensar que se podrían congelar, entonces arreglé que cada que recordara los movería para verificar que aun estaban bien. Por su parte, las rodillas estaban heladas y mis piernas temblaban, así me di cuenta que mis pantalones no son de una tela que de verdad lo proteja a uno de algo.

A medida que veía los carros avanzar al lado de nosotros, sentía que en cualquier momento podría reproducir alguna escena de noticiero en la que probablemente me iba a morir yo y mi primo si al caso saldría herido. Me pregunté varias veces para mi misma, qué podría pensar él mientras se me ocurrían tantas bobadas. El viaje continuaba.

Al llegar a Faca nos bajamos de la moto y compramos pan. Me caí por el peso del casco sobre una moto estacionada y le pegué a varias personas que estaban cerca, la visera empañada apenas me dejaba ver la luz de la panadería y una que otra sombra. En ese momento pensé que al no ser mi casco era asqueroso que se hubiera empañado, que seguro tendría bastantes gérmenes y que quién sabe si me daría gripa o amigdalitis después de esa noche, pero me preocupaba más tener detrás mío el cajón con mi maleta, que parecía flotante y que en cualquier momento podía salir a volar y tendríamos que parar para recogerlo y disculparnos con algún carro que viniera detrás. Me cercioré que estuviera bien puesto y arrancamos. De alguna manera me resigné a sobrevivir.

Cuando pasamos Faca el frío se hizo más intenso. Le pregunté a Leo cómo hacía para que no sintiera frío, a ver si de pronto me salía con que era psicológico y entonces me iba a poner a pensar de nuevo en los gérmenes de la visera. Dijo que estaba acostumbrado, que en el cajón de mi espalda venían unos guantes pero que podía meter mis manos en los bolsillos de su chaqueta. Al final el frío no es psicológico pero tiene que ver algo con la idiotez. 

Minutos después cogimos la vía que lleva a la finca de mi papá, la vía cambió y se veía el piso mojado por la lluvia y uno que otro pedazo fangoso hizo que la rueda resbalara. Ya no me daba miedo caerme, porque de hecho tampoco podía moverme; las piernas me dolían y la espalda ya estaba matándome. Pasamos un pueblo en fiestas, sonaba "No puedo olvidarla" y jóvenes y ancianos bebían cerveza en la calle mientras nos abrían paso. Recordé como es de divertido gozarse una fiesta de pueblo y como me gustaba Rikarena en las fiestas familiares de hace muchos años. Pensé que si me moría me acordaba de buenas cosas y que me agradaba que pudiera disfrutar de esas bobadas, como hacerme conversaciones en mi cabeza.  El siguiente pueblo dormía y después vimos todas las casitas oscuras sobre la vía, se escucharon los grillos y búhos y unas pocas veces unos carros pasaron por nuestro lado. Quise varias veces quedarme dormida.

Al llegar a la finca me di cuenta que el cajón nunca se iba a caer y que pude recostarme todo el camino en que no lo hice por miedo a que se cayera. En el cajón sí venían los guantes. Las piernas tardaron en responderme y el dolor en las rodillas era realmente insoportable, su dolor intenso me hizo pensar que era mejor no haber nacido. Los dedos se me entumieron de andar agarrando la camisa de mi primo desde adentro de sus bolsillos y la visera del casco me dejó oler que no tenía mal aliento. 

Finalmente, pude sobrevivir a la conversación en mi cabeza. No quisiera volver a viajar en moto, porque le deja a uno doliendo el culo y la espalda, pero me alegra haber vencido uno de los miedos que da vivir.



jueves, 12 de octubre de 2017

Construir

Hace mucho tiempo en mi casa se guardaba una carpeta que llevaba los trabajos de arte que había hecho en preescolar y en primaria. No estoy segura de cuándo desapareció, pero recuerdo que llamó mi atención una de las imágenes en las que debía dibujarme a mi misma. Me reí un tiempo del dibujo que había hecho en una esquina de la hoja: una estrella gorda, a la cual le había puesto unos zapatos naranjas, un pantalón naranja, unos brazos chonchos naranja, una cabeza de la cuál salían 3 pelos de color naranja.

Años más tarde, en la primaria, después de hacer dibujos de estrellas chonchas para simular que era gente, alguna niña debió enseñarme a hacer esos dibujos que la gran mayoría de chicos en primaria hacen. Un círculo para la cabeza, unas D boca arriba para ojos, una ) para la boca y una U para nariz. Las piernas, con líneas  paralelas y los brazos, igual. Se agregaban a veces unos dedos, que debían ser cinco y unos zapatos que ojalá llevaran tacón. Un pelo largo, que parecía una manta con un moño, para que no fueran a pensar que no era niña.

Durante muchos años quise verme como en mis dibujos. Eran feos, iguales a los de otros niños que me habían enseñado a hacerlo para no desentonar. Me gustaba pensar que tenía los ojos grandes como en mis dibujos y que mi pelo era negro y liso como lo podía pintar. La boca siempre iba de rojo y era una ) grande, a la que luego pude ponerle lengua y dientes perfectos. También aprendí a dibujarme ombligueras, jeans, tenis, aretes y a veces  una mochila. Me gustaban además porque los otros niños me decían que quedaba igualita y entonces de verdad pensaba que mi cabeza era redonda y que los cordones salidos quedaban muy bien. No desentonar con estrellas chonchas me agradaba.

Ahora que soy profesora suelo pensar en esos dibujos. He visto en estos años muchos niños que dibujan muy parecido a como yo solía hacerlo, pero ahora las psicólogas analizan cada trazo y espacio y saben si un niño se siente solo, si quiere a su familia, si es o no inseguro o si es amado. Lo dicen todo. Seguramente, si hubieran visto esa carpeta supondrían lo que me ha costado construirme, porque hasta yo lo he pensado. Construirse es como dibujar, uno se hace lo que le enseñan otros y le agrega o le quita cosas para que no vaya a verse muy feo, pero que tampoco sea tan lindo porque seguro si es tan perfecto se aleja mucho de la realidad. 

Me gustaría volver a ver esa carpeta y agregarle los dibujitos que a veces hago. Lo más probable es que hayan unas marcas que se me notan más que otras. Habré cambiado y me habré hecho incapaz de dibujarme con agrado. Se notará que el tiempo ha pasado y que lo construido nunca llegó a ser perfecto, ni siquiera para mi misma. 

Quisiera volver a ver esos dibujos con la esperanza de tener aún algo de ellos.