sábado, 8 de septiembre de 2012
Herencia
Pensaba en el primer recuerdo: lo veía cruzar la esquina de barrotes de colores. Tenía puesto —como al menos 3 veces a la semana — su chaqueta de jean, sus pantalones de sudadera noventera de resorte en el tobillo (con la que seguramente había ido a clase de educación física) y los zapatos que habría encontrado debajo de alguna cama. Entonces entraba junto con otros padres que recogían a sus niños. Tomaba mi maleta y lonchera y, como todos los días, se alistaba junto al tronco que era como una vaca para subirme en sus hombros y así jugar al “caballito” unas 20 cuadras hasta llegar a la casa.
Pero no. Ese no es el primer recuerdo. Fue aquella vez cuando lo vi pelear con las almohadas haciendo sonidos de guerra con la boca “schiiiiinnnnn pummmm racatacatacatacataca pfiiiiiuuuuuu kabooom”. Lo veía desde la puerta de su habitación y al darse cuenta que estaba ahí se había sonrojado y echado a reír para luego ser yo su blanco y disparar unas cuantas cosquillas en mi contra. Después de mis gritos y risas resultamos jugando al “avión”, donde yo era el avión. Desde entonces lo buscaba para que me alzara por toda la casa alternando entre ser un avión y Superman y una que otra vez pegar giros mortales mientras me sostenía de la barriga.
Esa pudo ser la misma noche en que mi mamá le pegó por haberse gastado la plata de un viaje al que no había asistido. Fue también, la primera vez en que vi una juetera, y había sentido el miedo y la frustración de no poder ayudar a mi hermano, sentía un inmenso dolor (no recuerdo si lloré) al ver que le habían pegado tan sólo por estar cuidando de la guerra de almohadas a su hermana.
Después de esos recuerdos hay muchos más que se repiten, que son comunes: él haciendo los deliciosos espaguetis para el almuerzo, él jugando al avión con la comida (el nombre era común para muchos juegos, incluyendo los que de verdad eran con aviones) para que yo comiera; él saliendo de la ducha acosado por mis pellizcos; él evitando que mi papá me pegara; él aconsejándome para dejar de llorar cuando por primera vez me hicieron daño; él cuando tenía cólicos; él cuando me enfermaba y me acolitaba todos mis caprichos; él mi primera salida a cine. Él que me ha visto crecer y me ha tendido la mano como ha podido para ayudar a levantarme en mis multiformes caídas.
La memoria de mis tías y de mi mamá completan un poco el cuadro que puedo hacerme de mi niñez con mi hermano. Dicen que antes de nacer él me llamaba La Pepita de Orión y que luego se asustó al ver lo negra y arrugada que había nacido; que mi primer palabra fue el apodo que le tenían en la familia a él; que me sentaba en sus clases privadas de Inglés para imitar lo que él decía, que más de una vez le hice la vida a cuadritos porque siempre daba quejas por todo y era muy chillona; que rayaba sus libros, que copiaba sus gustos musicales y que hasta fútbol jugaba por imitarlo.
Después de pensar en que su deber como hermano mayor era cuidar de mí y de mi mamá, ser lo que llaman “el varón de la casa” y tener un temperamento diferente a su nobleza y su tranquilidad para el bienestar de los demás tuve que verlo hace unas semanas en el hospital por una complicación en su salud. Creo que ha sido de los impactos más fuertes que he tenido. Cuando lo miraba imaginaba a un héroe (el mío) que ha caído luego de pelear una fuerte batalla. Como a Goku cuando había peleado contra Picoro y parecía morirse en una camilla antes de que le llevaran las semillas del ermitaño, sólo que mi sayayin no podía ni siquiera abrir sus ojos y dentro de su inconsciencia dejaba caer lágrimas del dolor que no se cesarían tan fácilmente.
Pensé durante algunas noches que él jamás me había defraudado cuando lo había necesitado, cuando había sentido que estaba en peligro, cuando me había enfermado, cuando me había encerrado en depresiones, y que ahora, que era él quién por primera vez se encontraba realmente indefenso yo no tenía ningún poder, no tenía absolutamente nada por hacer mas que sentarme, ser fuerte, crecer, cuidar de mi mamá y confiar en que todo saliera bien.
Escribo esto porque no soy buena con las batallas de cosquillas a hombres de 1.80 mts- gorilones; porque no podré jamás cargarlo en hombros, porque no hay alguien de quién pueda defenderlo, porque prepara mejor las pastas que yo; porque no tengo una mejor forma de decirle cuanto lo quiero. Quizá jamás me había percatado del amor de mi hermano, quién probablemente no acostumbra a decir “te quieros” con frecuencia.
Así son los hermanos mayores: a pesar de que uno se pelea, se pega, se odia un rato y luego le da quejas a la mamá, la verdad es que quizá él sea mi única herencia y yo por mi parte probablemente seré la de él.
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