sábado, 8 de septiembre de 2012

Pirrys


Me gusta cuando lo veo asomar por la ventana y arrojar las llaves para que entre. Pirrys es siempre quién está ahí para saludar.Bate la cola y me muerde un poco los dedos saltando y alegrándose que haya llegado; abre y cierra el hocico emitiendo unos gritos cortos y bostezando como si tuviera hambre. Subo hasta el segundo piso escoltada por el mayordomo de la casa hasta que me entrega en las manos de su amo.

 Mi papá siempre ha pensado que una de las mejores maneras de demostrar afecto es con la comida. Entonces, cuando llego para almorzar tiene lista la mesa hasta rebosar y un jugo que inventó mezclando vegetal y fruta, no porque sepa que no me gusta, si no porque es la manera en que me hace saber que necesito vitaminas y que está incursionando en esos revueltos que me harán bien tarde que temprano. Luego de servir nuestro almuerzo va hasta el plato de Pirrys y le pone su purina con unos pedazos de carne y de pan, porque puede que el perro se canse de comer siempre lo mismo. Todos comemos al tiempo, en silencio. Cuando voy en la mitad le digo a mi papá que como siempre me ha servido mucho, que no puedo comer más, que me voy a reventar y me agarro la barriga como cuando era pequeña y le señalo que estoy satisfecha. Él se sonríe y me dice que no estoy comiendo bien, que por eso fue que no crecí y fui alta como mis hermanos. Ambos nos miramos sin decir nada y recordamos cada vez que mi abuela nos servía el almuerzo: a mitad del plato, sacaba la barriga y le decía que me iba a reventar; nos envolvíamos en complicidad y les dábamos a los perros lo que no nos gustaba. Así quédabamos todos contentos, sobre todo mi abuela. Entonces me dice que Pirrys tal vez quiera esa papa que no me comí, que se devora todo y siempre tiene hambre a pesar de estar lleno. Efectivamente el perro se come todo, lo sé desde el primer día pero no se lo digo a mi papá.

Nos sentamos en la sala sin tinto, porque se lo prohibieron los médicos. Hablamos de lo que ha pasado en la semana, de lo que ha leído, de cómo sus amigos son ignorantes y brutos y de cómo ha mejorado su salud. Me dan ganas de decirle que conozco muchos brutos que él podría regañar, o que estoy leyendo 1Q84 de Murakami, pero después de tantos años no me resulta fácil contarle las cosas. Afortunadamente, una vez empieza él a contar sus cuentos no hay cómo detenerlo. Pirrys de vez en cuando nos mira, bosteza como si tuviera hambre y cierra los ojos. Al cabo de un tiempo empieza a recontar la historia en desorden. Primero lo que le causó gracia, luego lo que le sacó la piedra, luego lo que dijo la tía no sé qué, y vuelve a lo que le da gracia y así. En esos recovecos me pongo a pensar en cómo le voy a explicar el domingo que no sé cocinar, cómo le digo que no sé pelar papas, que posiblemente se me queme algo y que los jugos no se me dan. Cómo le explicaría también que no puedo asociar las fechas esas que me va contando del por qué odia al político amigo suyo que ahora regala comida en barrios por ahí, o que no me acuerdo de qué tía es la que habla, que sólo recuerdo a dos y que ambas me parecen tan cansonas que no podría ponerles mucha atención. A veces me dan ganas de llevar una grabadora y así googlear después esos acontecimientos a ver si algún día le sigo el hilo.

Miro el reloj y seguimos ahí. Me uno de nuevo al cuento porque ha mencionado un regalo para mi y trae de la cocina la lonchera que me ha alistado para que vaya a la universidad. Me quedo pensando en qué voy a hacer el domingo, y aparece Pirrys batiendo la cola esperando que le comparta de mis onces. “Ese perro es un excelente regalo papá” “Me lo regaló la tía Fulana, hermana de mi mamá”.

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