Abría los ojos y estaba allí, frente a mi, el mar. Olía a pez, olía a sal. Me conmoví con su oleaje y los sonidos que escuchaba de él y de la gente que jugaba alrededor. El sol brillaba en las crestas de las olas y su calor me invadía desde adentro hacia fuera. El viento jugaba con mi pelo mientras enterraba mis manos en la arena.
A un lado vi a mi mamá con su enorme miedo al mar; y a su lado, mi hermano procuraba cubrirse del sol y del agua. Quise mostrarles que no había que temer, quise decirles que todo estaba bien, que yo los guiaría y los protegería. Empecé a caminar hacia el agua para mostrarles que era seguro y, al llegar a la orilla, unas mantarrayas vinieron hasta casi tocar la punta de mis pies, que ya se sumergían en el mar. Llegaban, invitándome a ir tras ellas; lo entendí desde que mis pies tocaron el agua. Me despedí de mi mamá y me metí completa en el mar, estaba frío y me gustaba. También habían algunas algas y nadar entre las olas era difícil; sin embargo, las mantarrayas nadaban por debajo y a lado y lado de mi cuerpo. Metí la cara en el agua para verlas, queriendo nadar como ellas, pero la sal me cegó y tuve que levantar la mirada encontrándome con el gris y el blanco de las mantarrayas cruzar sobre el azul del cielo; saltaban por encima del agua danzando una con la otra y luego caían y continuaban nadando en armonía, como en una coreografía.
Dejé de moverme, solo las contemplaba y dejaba que sus movimientos salpicaran el agua sobre mi. Las admiré y casi lloré de la emoción; quería ser una, quería irme con ellas.
Cuando abrí los ojos aun sentía que mi corazón palpitaba con fuerza. ––Es el recuerdo del mar, es un llamado–– me dije.
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