Siempre me ha gustado pensar que las personas se puede
conservar, que pase lo que pase van a seguir ahí, como el montoncito de cartas
que guardé por años en una caja debajo de la cama; como el primer diente que se
le cayó a Dito, como las fotos, como los libros, como todo eso que uno
colecciona porque tiene un valor especial o lo tuvo en algún momento.
No me gusta creer que todo se acaba, que la gente pasa por
la vida de uno y sigue sin más. Siempre me he imaginado que hay un libro de los
recuerdos en la cabeza al que puedo acudir una que otra vez y reabrirlo en esos
eventos que fueron lindos, que me emocionaron, que me hicieron temblar, llorar,
reír. También esos en los que vi que hacer feliz a alguien más me llenaba, que
ver sonreír, agradecer y escuchar cosas lindas del otro era una manera de
hacerme sentir bien.
A menudo, cuando conozco personas o lugares nuevos, intento
guardar con mis ojos miopes lo que hay a mi alrededor lo más fiel que se pueda.
Luego hago una especie de revisión o introspección de lo que voy sintiendo, de
lo que estoy escuchando y lo que digo, con el fin de que el recuerdo permanezca
ya no como una foto, sino como una especie de vídeo en mi cabeza.
Aunque pocas veces lo hago, me agrada traer de vuelta esas
cosas bonitas que han pasado y tratar de reencontrar los sentimientos que
entonces me embargaban. Es lindo poder recordar las cosas buenas que han
pasado, poder volver atrás sin rencores, sin dolor. Poder encontrar que todos
fallamos alguna vez, que nos hicimos daño, que pasamos por la vida de alguien “sin
más”, que dejamos cosas tristes pero que junto a estas, las bonitas pueden
perdurar hasta donde la memoria deje, hasta donde las sensaciones alcancen.
Juego entonces a eso, a creer que es una clase de tesoro
privado que solo me pertenece a mí. Que todas esas emociones que tuve cuando vi
a alguien por primera vez, cuando visité un nuevo lugar, cuando agarré la mano
de otra persona, cuando escuché y dije cuánto quería; cuando lloré de alegría,
cuando abracé y me abrazaron con fuerza; cuando reíamos hasta más no poder,
cuando se esperaba y se llenaba de ansiedad porque llegaría pronto el día de
volverse a ver. Cuando una y otra vez se dijo que “todo iba a estar mejor” que “todo
saldría bien,” aunque se supiera que no siempre pasaba como quería.
Ya no tengo caja de cartas debajo de la cama porque hace
meses me deshice de ella, más que por despechada o como un arrebato, lo hice porque
sentía que era mucho más privado y preciado guardar las cosas en mi cabeza. Las que no perduran
ahí no han valido la pena, las que no puedo encontrar, tal vez nunca pasaron.
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